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¿Cuánto vale la cultura?

Cualquier parecido con la realidad no es coincidencia

Bogotá ha sido escenario de un creciente número de espectáculos y festivales musicales de gran calidad y de acceso gratuito. Los más sonados, aunque por supuesto no los únicos, son los Festivales al parque que organiza el Instituto Distrital de las Artes, Idartes, y que han logrado convocar toda clase de espectadores en parques públicos situados en diferentes localidades de la capital. Esto ha permitido que todos los estratos socio-económicos accedan a espectáculos de artistas nacionales e internacionales, a los que, de tener costo, no podrían darse el lujo de acceder los sectores de estratos bajos.

Es claro que esta gran labor de posibilitar la cultura en condiciones de igualdad y con entornos propicios para una convivencia armoniosa contribuye fuertemente a construir cultura ciudadana y  formación de públicos. Sin embargo, este fenómeno ha tenido un efecto colateral, indeseado e inesperado con toda seguridad, pero cada vez más evidente.

La formación de públicos no solo implica que la sociedad aprenda a reconocer y a demandar   espectáculos de alta calidad y elaboración artística, también implica comprender que el arte y la cultura no son gratuitos por naturaleza, es decir, que si bien existen eventos sin costo que favorecen a la sociedad en centenares de factores, no implica que todas las expresiones, presentaciones o espectáculos artísticos deban ser gratuitos. Claro está que en una sociedad tan desigual e inequitativa como la nuestra, es apenas lógico que existan múltiples escenarios de libre acceso para que todas las facciones que la conforman puedan desarrollarse como consumidores culturales.

Pero aquí está el verdadero efecto colateral. Los sectores socio-económicos que tienen los recursos para acceder a eventos culturales y artísticos no gratuitos se apabullan o lo piensan dos veces a la hora de pagar por eventos de esta índole. No estoy hablando de eventos masivos como los conciertos en el Campín, en el Simón Bolívar o en estadios y escenarios inmensos del resto del país donde las boletas van desde $200.000 hasta  varios millones de pesos. No, esos no son los precios que intimidan al público. Me refiero a eventos pequeños, conciertos modestos (o exhibiciones artísticas de toda clase y de muy alta calidad) en donde los precios oscilan entre los $8000 y los $50000. Esos son los eventos que cuentan con el aforo mínimo, con un quórum miserable que, como si fuera poco, ha intentado persuadir previamente a los artistas o a los controladores de ingreso de que les regalen la boleta o por lo menos la rebajen.

¿Por qué? Me surgen demasiadas respuestas posibles y otras cuantas preguntas. En primera instancia, me atrevo a decir que realmente hay una malformación del público que cree que si es arte debe ser gratis; en segundo lugar,  es fácil darse cuenta de que hay muestras artísticas de inmensa calidad que por más que sean gratuitas no interesan al público, y esto, porque todavía no se ha logrado del todo esa formación de públicos y porque nuestra sociedad cada vez es más light, más globalizada y alienada a lo que se produce y se consume masivamente; en tercera instancia, es evidente que no existe conciencia suficiente de este fenómeno, ni siquiera entre los mismos artistas. Tan es así que entre este gremio el apoyo es mínimo y ya es costumbre regatear a la hora de pagar por un espectáculo.

Se me ocurre que, sin querer queriendo, los artistas somos unos de los más grandes responsables de esta situación. No es posible recibir sin antes haber dado. No es posible cambiar el concepto que tiene la sociedad sobre el arte y la cultura sin antes habernos convencido del papel esencial que cumplimos en la formación de la ciudadanía, la creación de significado colectivo, la sana convivencia y el sentido de pertenencia. No es posible pretender que el público sea un alto consumidor cultural cuando ni siquiera nosotros lo somos. ¿Hará parte de nuestra idiosincrasia esta actitud frente a lo nuestro? Parece que sí. Parece que esa típica actitud colombiana de intentar conseguir algo con el menor esfuerzo posible ha permeado también nuestro medio. Irónica y cínicamente nos quejamos de nuestra situación pero no hay coherencia con nuestros actos. Tal vez es hora de darse cuenta que la gran mayoría de los cambios no dependen del otro sino de nosotros mismos, tal vez esa manía de echarle la culpa a los demás por nuestros propios errores se vaya apagando a medida que reconozcamos el poder que tenemos no solo para formar sino para transformar.










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