Los treinta son esa edad en la que una supone que tendrá la vida prácticamente hecha. Así nos lo han hecho creer las tías y abuelas de una generación como la mía que creció con sus lecciones, trazándose metas que eran las de ellas mismas y no las nuestras, pero que debíamos cumplir para “ser alguien en la vida”: estar casada, tener el trabajo de los sueños, el cuerpo perfecto, haber viajado alrededor del mundo, ser mamá o tener una casa propia. A eso le llaman éxito la mayoría de familias colombianas y quien no conquista esa cima no es otra cosa que un fracasado. Al acercarse la fecha en la que me subiría al tercer piso, no fue extraño tener insomnio, hacerme preguntas existenciales y caer en el juego de comparar expectativas versus realidad. ¿El resultado? No había nada chequeado en la lista.
Una de las primeras canciones que me aprendí de pequeña fue Pies descalzos de Shakira. Repetía como mantra cada una de las estrofas y, en particular, se me quedó grabada esta frase en la memoria: “Las mujeres se casan siempre antes de 30, si no vestirán santos aunque así no lo quieran”. Yo sé que Shakira hacía una crítica a esa visión antaña que nos inculcaron en las familias tradicionales, pero aún así no dejaba de aterrarme el hecho de llegar soltera a los treinta, con un desamor reciente y la carga de mi familia reprochando que había dejado ir al hombre de mi vida. Y es que, al parecer, el éxito para una mujer como yo todavía está asociado con tener una pareja que la complete.
Pero así como Shakira me recordaba las creencias populares, otro artista me advirtió los peligros de darle una sola definición al éxito y al fracaso. Rubén Blades, con su canción Plástico, fue quien me alertó de vender los sueños a cambio de un supuesto bienestar. A ritmo de salsa narraba la historia de la pareja plástica que “vendió por comodidad su razón de ser y su libertad” y que empecé a ver reflejada en tantas relaciones sociales que yo no quería tener. Mientras veía a mis padres bailar la canción, yo memorizaba las letras del álbum Siembra y me tatuaba en la mente la voz y la cara de ese que hoy es mi semidiós. Blades, con su discurso indestructible, hace pocos días volvió a recordarnos en los Latin Grammy que “el éxito sabe a dolor, sudor y esperanza. Muchas veces sabe a mierda”.
Cumplí treinta años con una gastritis que parecía un presagio de la adultez. Me desperté sola en un hotel a 400 kilómetros de Bogotá, lejos de mi familia y mis amigos y preparándome para dar una ponencia sobre música y paz. Cuatro días después me iría a vivir a Madrid y dejaría abandonados tres “trabajos soñados”. Cumplir así los treinta, en todo caso, no fue como me lo imaginé. Puse salsa, destapé una cerveza y brindé conmigo misma porque al no tener completada la checklist de los treinta, tenía algo mejor: un papel en blanco para llenarlo a mí manera. Llevo dos meses siendo la decepción de mis tías y abuelas, pero si el éxito a veces sabe a mierda, el fracaso sabe a gloria. No en vano, Shakira y Blades coinciden en que “el hierro siempre al calor es blando” y “el plástico se derrite si le da de lleno el sol”.
Ire acabo de leer tu artículo. Siempre es de aplaudir la valentía de lanzarse al agua sin saber exactamente qué te espera al otro lado del charco. Yo estoy viviendo en París, así que por aquí bienvenida!
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