*Mini crónica*
Todas
las tardes la casona La América en Cachipay se llenaba de velas y lámparas
Coleman que alumbraban sus corredores.
Corría el año de 1969 y los nueve hijos del matrimonio Neira Gómez se
divertían algunas noches jugando a las escondidas. Otras veces, escuchaban las
historias de miedo que contaban los trabajadores, pero nunca faltaban las
reuniones en torno a la radio. Un transistor Philips beige, modelo 50, hacía
las veces de televisor. En medio de la penumbra y el silencio de la finca, las
voces de Todelar y Caracol Radio llenaban la casa de personajes y hacían de la
sala un escenario para cada una de las historias.
A
las 6 de la tarde una balada romántica marcaba la entrada de María Ramos. Las
cuatro mujeres de la casa se acomodaban en los sillones y se entregaban al relato.
María trabajaba como empleada doméstica. Se esmeraba en sus labores para
conseguir otro estilo de vida, lleno de lujos y comodidades. Gracias a Teresa,
la criada de la casa vecina, María conoció al profesor del barrio que le enseñó
a leer, pero también conoció a Roberto Caride, un estudiante de medicina que
después de enamorarla, la dejó embarazada y la abandonó. Cuatro violines
concluían el capítulo y daban paso a la cortinilla de la novela que las
hermanas Neira cantaban en coro cada noche: “simplemente María, simplemente
María”. 500 episodios mantuvieron en suspenso a las niñas y desembocaron en el
final feliz de María, la mujer que les enseñó unas cuantas lecciones de vida.
Los
hombres, por su parte, esperaban su turno para sumarse a la faena. Después de
la cena, la voz de Hebert Castro retumbaba en las paredes de La América. Los
once miembros de la familia reían a carcajadas y aprovechaban para contar sus
propias anécdotas mientras la voz del humorista cambiaba de un tono a
otro. La música, los locutores y los
personajes conectaban la finca con la ciudad. El silencio del campo se perdía
en los efectos sonoros de los programas radiofónicos y la inmensidad de la
finca se olvidaba en esa sala.
Cada
noche después de oír los cuentos de Arandú, Kalimán, Montecristo, Los
Chaparrines y María Ramos, las velas se apagaban y la quietud de la noche
volvía a contagiar la casa. Los nueve hermanos olvidaban los cuentos de terror,
ignoraban el crujido del piso, las sombras de los árboles que les causaban
temor y dormían tranquilos arrullados por los relatos radiales.
En
esa casa de juegos, el Philips beige fue el juguete y el maestro predilecto que
acompañó la infancia de los nueve hermanos y que llenó de historias, risas y
recuerdos la casa grande de Inés Gómez y Felipe Neira.
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