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38 horas en Libertad


En Libertad no hay acueducto ni alcantarillado. No hay calles ni andenes, no hay viento ni agua potable. En Libertad tampoco hay guerra porque ya la hubo. Hay perros, burros y cerdos, hay cultivos de arroz y yuca, hay tierras fértiles que no son de los liberteños. Tiene casas de bahareque, tiene el mar cerca y está rodeada de montañas. En Libertad hay 7.000 habitantes, la mitad son niños y la otra mitad, sobrevivientes.

Libertad. Fotografía por: Irene Littfack
                                                                              

Tuve miedo. Tuve miedo la noche anterior y la madrugada de la partida. Tuve miedo de despertarme y tomar el avión hacia Montería. Me sentí culpable de la zozobra que sentirían mis padres una vez abandonara la casa. Me miré fijamente en el espejo como quien se da valor y sonreí para ignorar el temor que me cobijaba. Acomodé mi pelo detrás de la oreja, me colgué el morral y la mochila arhuaca. Mi madre se despidió de mí con un abrazo fuerte que en el fondo escondía el mismo temor mío: no saber si volvería y no tener la certeza del lugar a donde iba.

Me encontré con Mario camino al aeropuerto. Desayunamos bastante porque no sabíamos si íbamos a comer en el resto del día. Subimos al avión y en menos de una hora aterrizamos en la capital cordobesa. Nos recibió el calor pegajoso de la ciudad. El aire tibio me sofocaba y la ropa me forraba el cuerpo. Me sentía segura allí y no quería llegar a mi destino. En mi mente trataba de estirar el tiempo y me consolaba pensar que pronto estaría de vuelta y todo haría parte del pasado.

Salimos del aeropuerto Los Garzones hacia Cereté, compramos el tiquete del bus de Brasilia que partía media hora más tarde y caminamos por el parque principal mientras esperábamos. Nos comimos dos carimañolas que nadaban en aceite y las coronamos con suero atollabuey. El calor comenzaba a enrojecerme la piel y el sudor me bañaba la nuca. En la droguería más cercana compramos un jabón en barra, dos sobres de champú, un paquete de pañuelos y uno de pañitos húmedos. Estábamos listos. Nos montamos al bus y emprendimos camino hacia el norte.

Las tres horas de viaje me tranquilizaron. El día era brillante, el cielo despejado. La sabana majestuosa me invitaba a recorrerla y el miedo se transformó en ansiedad. Pasamos Lorica y San Antero antes de que la sabana se convirtiera en mar. De Córdoba saltamos a Sucre y dejamos atrás las playas de Coveñas. Llegando a Tolú le escribí a Ralán. Me dijo que los mototaxistas ya habían salido del pueblo para ir a recogernos. Seguimos nuestro viaje.

–¡San Onofre! –gritó el conductor del bus media hora después.

Nos levantamos de nuestras sillas y bajamos sin saber muy bien a dónde ir. Llamé a Ralán y me dijo que aún se tardaban media hora más porque el pueblo estaba a una hora y media de San Onofre. Mario me miró asombrado.

–¿Tú sí sabes para dónde vamos? –me preguntó.

Intimidada y con un poco de nervios, le respondí con sinceridad que no me habían dicho que fuera tan lejos. Eran las 2:30 de la tarde. Cruzamos la vía en busca de un lugar donde almorzar. Encontramos un rancho con dos mesas largas cubiertas por un mantel de cuadros azules y blancos donde dos mujeres gordas cocinaban en un fogón al lado de la carretera. Pedimos agua y nos ofrecieron Kola Roman. Después llegó la sopa: un caldo turbio encapotado por el aceite que se separaba en pequeñas burbujas amarillas. Tragué saliva y sumergí la cuchara en la taza. Me lo comí todo a pesar de que no lo disfrutaba. Tenía sed. Quería agua, pero nos dijeron que por ahí solo conseguíamos gaseosa. Tan pronto como terminamos de comer, dos hombres morenos se bajaron de sus motos y se acercaron a donde estábamos. Nos vieron con los morrales y nos identificaron.

–Buenas tardes, venimos de parte de Afro Música. –Nos extendieron su mano y se presentaron con sus nombres– Yo soy Vellanor y él es Manuel.

La sonrisa de los dos hombres y su amabilidad me llenó de alegría. No había nada que temer, pensé. Me regañé por tener una imaginación tan trágica y pensar con la mentalidad citadina del peligro latente. Me subí a la moto de Vellanor y me agarré con firmeza a la parrilla trasera. Salimos por la carretera y a unos 20 minutos nos desviamos a mano izquierda por una trocha en cuya entrada decía “Pajonal”. Vellanor comenzó a hablarme. Me indicó que después de Pajonal seguían otros tres pueblos antes de llegar a Libertad. A ambos lados del camino había fincas enormes donde pastaba ganado o donde la maleza y las palmas crecían sin límites. A los diez minutos pasamos por el primer pueblo. Todas las casitas eran como las pintaba cuando era niña: dos ventanas a cada lado, la puerta en el medio y el techo triangular. La mayoría eran de bahareque, unas de tabla y otras estaban pintadas de colores.

–Aquí hasta los extraños son queridos –me dijo Vellanor con la voz temblorosa por los resaltos del camino.

Sonreí detrás de él y me reconforté con su afirmación. Me señaló a lo lejos una antena y me dijo que allá estaba Libertad.

–Se ve lejos, pero ya falta poco. El camino se le debe hacer largo por lo que es primera vez que viene –me dijo.

Mientras esquivábamos los huecos y las piedras del camino, empecé a imaginarme el pueblo. Con el material que había leído en los informes de la Unidad Nacional de Víctimas, el Centro de Memoria Histórica y algunos diarios y portales nacionales como Verdad Abierta, El Espectador y El Tiempo, sabía que Libertad, corregimiento de San Onofre, Sucre, fue epicentro del bloque paramilitar Héroes de los Montes de María hasta 2004. Sabía, también, que sus habitantes se unieron para expulsar por sus propios medios al grupo armado de su territorio y que por ello son un símbolo de resistencia y reparación colectiva a nivel nacional; que a través de sus costumbres y tradiciones afrodescendientes como la música, las rondas, los peinados y el baile reivindicaron la época en que todas esas prácticas fueron censuradas por los paramilitares e hicieron visible la riqueza cultural que los volvió a unir como un solo pueblo.

Me imaginé la estatua de la libertad que tienen en el parque principal y que había visto en un video de Afro Música; supuse que todo el pueblo era tan colorido como el parque, que la iglesia era el centro de reunión de los pobladores, que sus casas eran abiertas y la gente se mecía en los zaguanes durante las tardes; imaginé sus callecitas pavimentadas y a los niños tocando tambores y corriendo por ellas.

No tuve tiempo de seguir construyendo el pueblo en mi mente. Habíamos llegado. Las calles eran igual a las del camino, sin pavimento y pedregosas. Cruzamos frente al parque principal. Reconocí la estatua, la iglesia y el kiosco central por las fotos que había visto. Seguimos derecho y pasamos frente a un par de casas coloridas, como me las había imaginado. Avanzamos entre una multitud de perros y niños que me observaban con atención. Mi piel casi transparente a la luz del sol y me pelo rubio contrastaba con la tez negra de quienes me observaban. Me sentí rara y quise con todas mis fuerzas pasar desapercibida. Las casas siguientes eran de bahareque y techo de palma. Vellanor frenó en seco frente a una cerca de madera y se quitó el casco.

Me bajé de la moto y sentí el calor asfixiante. El cielo de Libertad no tiene nubes y los rayos del sol te hacen hervir por dentro. Mi garganta estaba seca. Entramos a través de la cerca y nos encontramos con dos ranchos grandes anclados sobre la tierra. Un montón de ropa pendía alrededor de las enramadas y le daba color al entorno de tonos marrón. Luis Miguel Caraballo, conocido por todo el pueblo como Ralán, salió a nuestro encuentro. Con él había hablado desde Bogotá, pero no me lo imaginé tan joven. Era alto, delgado, moreno, de unos 22 años, con un ojo apagado. Nos saludó y nos dio la bienvenida a la casa de Isabel Martínez.

–Esta es nuestra principal sede de Afro Música. Acá, junto a Isabel Martínez, desarrollamos algunas de las actividades musicales y es nuestro punto de encuentro. –nos dijo mientras llamaba a la cantaora– ¡Chavelo! –gritó Ralán, y enseguida salió del rancho una señora morena, canosa, delgada, con los pies descalzos y más negros que su piel por la tierra que los percudía. Tenía puesta una falda debajo de la rodilla y una camiseta raída. Me tendió la mano y luego me dio un beso en el cachete.


Casa de Isabel Martínez. Fotografía: Irene Littfack
                                                                                                     
Nos presentamos y nos trajeron café dulce. Me lo tomé de un solo sorbo para calmar la sed, pero fue inútil. A mano izquierda estaba el rancho de bahareque cimentado sobre la tierra donde tenían un fogón de leña, un par de mesas y un cuarto. Al lado derecho, un escalón conducía a una casa pequeña de cemento. Por la puerta salieron más de diez niños que se quedaron mirándonos cada detalle. Mientras charlábamos, Ralán trajo el juego de tambores que les regalaron en San Jacinto. Repartió los maracones a tres niñas morenas y flacas que nos miraban sonrientes y tímidas desde detrás de las paredes; el alegre, la tambora y el llamador se los dio a tres muchachos a los que ya se les veía la experiencia y el amor por la percusión. Calentaron rápidamente recordando el ritmo base de la cumbia y comenzaron a tocar.

Luis Miguel cantó el primer verso de la canción y luego el coro que lo acompañaba repitió la misma frase.

Con qué, con qué, con qué me quito la sed
Con agüita de maíz
Totuma para beber

Con cada repique de tambor llegaban más niños y jóvenes, como si atendieran un llamado. El círculo fue creciendo de manera espontánea y todos cantaban la cumbia o la acompañaban con las palmas. La sonrisa de los niños que llegaban y el baile que les contagiaba sus piernas me hicieron sonreír. Cualquier miedo que pude haber sentido en la mañana desapareció. Frente a nosotros una reunión de 20 niños cantaba feliz y marcaba los pulsos de la música con los pies. Las gallinas y los gallos de la casa se alborotaron con la algarabía y cacarearon como quien no quiere quedarse por fuera de la fiesta. Los perros ladraron también. Todas las generaciones estaban reunidas. Una madre joven tocaba el maracón con una mano mientras con la otra cargaba a su bebé. Terminaron la primera canción y se oyó de nuevo la voz a capella de Ralán.

Larala, larala, no, no
Larala, larala, no no
Vengo con los pelaos, por todo lao
bullerengue rapeao y está pegao
y esto lo hemos llevao  
por arriba, por abajo, por un lao por los dos laos.

Los niños entonaron el coro y escucharon el rap de Ralán. El bullerengue con rap de Afro Música liga dos tradiciones negras: los tambores palenqueros y el hip hop de origen africano, y a través de esta práctica moderna e innovadora incluye a los jóvenes del pueblo en los procesos de composición. El bullenrap es una práctica colectiva donde todos aportan a los versos, los ritmos y la forma de las canciones.

–¿Quiénes somos? –gritó fuerte Ralán preguntándole a sus cómplices musicales

–Afro Música, huellas de cuero ­–respondieron los niños en coro.

­–Si yo digo Afro ustedes dicen música. ¡Afro!

–¡Música!

–¡Afro!

–¡Música!

Ralán aplaudió y nosotros, por supuesto, nos unimos a la ovación. Les pidió que se alistaran y fijó la hora de encuentro para ir al taller de danza. La cita era a las 6:00 p.m.

–No han visto nada, ­–nos dijo Ralán con una sonrisa­– lo que viene es mejor.

Le pregunté a Ralán por el inicio del proyecto y no tuvo duda en responder con detalle el objetivo y los alcances que ha tenido Afro Música.

–Afro Música nace un 21 de junio de 2006 como una alternativa de rescate de memoria para tratar de hacer visibles los hechos que ocurrieron en el territorio. Nace en Libertad con la necesidad de, a través de la música, narrar la historia, recuperar y fortalecer los procesos que el conflicto deterioró. Nace como una alternativa intergeneracional donde niños, jóvenes, adultos y adultos mayores participan. Primero empezamos con el hip hop donde la comunidad también hacía parte de estos procesos participativos donde recuperábamos la alegría, donde se veía nuevamente la unión de la comunidad. Prácticamente nace por el rescate del tejido social.

Salimos del rancho detrás de Luis Miguel para dejar nuestras maletas en su casa, que sería nuestro hospedaje. Detrás de mí corrieron cuatro niñas que se pelearon por cogerme la mano. Me miraban de abajo a arriba con una ternura inigualable. Tomé de la mano a dos y las otras me cogieron de la camiseta. Salimos por la parte trasera de la casa, atravesando el corral donde estaban los cerdos, los pavos, un par de chivos y un burro. Mientras caminábamos sobre las calles polvorientas e irregulares, Ralán volvió a hablar del proyecto. Su pasión se sentía en cada palabra. La música, como él dice, ha reparado a su pueblo y los ha unido de nuevo después de la violencia.

–Yo digo que si esta herramienta fuera realizada por todas las comunidades lograríamos un país mejor. En Libertad está pasando, estamos construyendo una mejor Libertad y como estamos haciéndolo podemos construir una mejor Colombia a través de la música, de la danza, de los procesos internos de diálogo con los niños, porque los niños también son la base ­–dijo Ralán sonriendo y convencido de cada palabra.

Llegamos a la casa. Dos cortinas anaranjadas hacían las veces de puerta de las dos habitaciones. Nos hizo seguir a la primera. Una cama semidoble estaba cubierta por un cubrelecho color menta con un corazón bordado en el medio. Las paredes y el piso eran de cemento, el polvo recubría al único mueble del cuarto y al oso de peluche tamaño real que estaba recostado en una esquina. En un rincón entre el techo y la pared colgaba un amasijo de hojas. Le pregunté a Mario qué era eso y me dijo que en los pueblos de la Costa lo usaban para ahuyentar malas energías, que era una especie de agüero o de brujería blanca. Me corrió un escalofrío por el cuerpo.

Nos cambiamos la ropa que estaba cubierta de tierra por el viaje en moto y que con el sudor se nos había convertido en una nueva piel. Salimos del cuarto y nos enseñaron dónde estaba el baño y cómo utilizarlo. Al fondo, la casa tenía el patio con una lavadora vieja, un triciclo, varias bolsas llenas de objetos y muchas telarañas gigantes guindadas de una pared a otra. Al lado, estaba el baño. Había un inodoro y un platón grande lleno de agua con una totuma adentro. Tanto la ducha como el retrete funcionaban a punta de totumazos.

Salimos de la casa y volvimos donde Isabel. A nuestra llegada corrieron hacia nosotros cuatro niñas descalzas.

–La cerda está parida, venga y la mira –me dijo Dana, de seis años.

Me acerqué con ella al corral y vi la camada de cerditos que dormían uno encima de otro. Nergina, la madre de Dana y una de las hijas de Isabel, me sonrió y se presentó con un estrechón de manos. En la casa había más niños que antes. Pregunté cuántos eran y me dijeron que ahí vivían 23. Nos sentamos y nos volvieron a brindar café dulce. Lo que más añoraba era un vaso de agua fría, pero en el pueblo no hay acueducto y en la casa solo había un tanque de agua reposada del que bebían de tanto en tanto los niños. Por las tres entradas al lote de Isabel Martínez empezaron a llegar más niños y jóvenes. Cuando estuvieron todos, unos 70, salimos caminando hacia la escuela del pueblo. El sol se había puesto y el calor comenzaba a bajar.

Mientras caminábamos, los niños iban tocando los maracones y jugando con los tres únicos tambores. Entramos a la escuela y corrieron a ponerse los vestidos y las guayaberas para el baile.

–Los atuendos nos los han donado otras fundaciones. Como hacemos parte de la Expedición Sensorial por los Montes de María, ellos también nos han ayudado con los uniformes. –Dijo Ralán refiriéndose al proyecto del Ministerio de Cultura que fomenta y apoya el liderazgo cultural en las 152 poblaciones que conforman la región de Montes de María.

De acuerdo con Rafael Ramos, músico y director de la Corporación Cultural Cabildo, que también hace parte de la Expedición, “la comunidad acogió el proyecto como un despertar, un renacer de la vida cultural que estaba afectada por el conflicto, llegó como una propuesta para hacer paz, para reconstruir el tejido social a partir de la cultura”.

Los niños de Libertad estaban listos para la clase. Las mujeres con polleras de colores y pañoletas grandes sobre su cabeza, unas verdes, otras blancas y otras azules.  Los hombres con guayaberas de los mismos colores y sombreros de palma. Cada color dependía de la edad de los muchachos. Los más pequeños vestían de azul; los medianos, de blanco y los grandes, de verde.

Gleison, Edinson, Jhonny y José Francisco cogieron los tambores y el maracón. Los niños y las niñas se enfrentaban con la mirada a ambos lados del recinto en dos hileras organizadas que habían hecho. La cumbia empezó a sonar y todos comenzaron a moverse al instante con el paso básico. Las polleras se arremolinaban sobre el suelo y los niños, en su puesto, movían los pies y los sombreros. Cuando Ralán comenzó a cantar las cumbias de Isabel Martínez, salió una primera pareja al centro del salón. La niña, coqueta, contoneaba la cadera al ritmo del tambor y miraba fijamente a su pareja. Él, seductor, encontraba el momento para ponerle su sombrero en la cabeza como símbolo de cotejo. Ambos sonreían y disfrutaban el baile. Los repiques improvisados del alegre eran remedados por el niño que zapateaba fuertemente con sus pies descalzos en una especie de contrapunteo.

La cumbia, el ritmo más característico de la Costa Atlántica colombiana y producto del mestizaje en épocas de la colonia, retumbaba en las paredes de la institución liberteña. La alegría de la cultura afro y el amor por su tradición se reflejaba de forma natural en la sonrisa de los niños, en la experticia de su baile y en el talento para los tambores. La cumbia era tan suya como de la Tierra los cuatro elementos. Las polleras ondeaban como recordando las olas del mar, los sombreros revoloteaban por el aire, las manos y los pies representaban la tierra y los mazos de vela imaginarios encendían el fuego.

Manuel Zapata Olivella describe en su texto Razones del mestizaje folclórico colombiano los ritmos de los litorales Pacífico y Atlántico como una mezcla de diferentes culturas, tradiciones y elementos. “Bailes, cantos y expresiones demuestran, por sus solos nombres, que allí más que en el mismo altiplano, las culturas indígenas, hispánicas y negras encontraron un marco racial de expresión”. Y así es en Libertad, un pueblo mestizo en donde los tambores palenqueros se asentaron como parte de sus raíces y donde el sonido de las flautas indígenas pone a bailar a todos sus habitantes.

Los jóvenes de Libertad bailaron dos horas al ritmo de sus propios tambores. Ralán corregía de vez en cuando algunas posturas de los muchachos y los alentaba a improvisar pasos o a mover más las caderas. Para finalizar la clase alzó la voz y preguntó

–¿Quiénes somos?

–Afro Música, huellas de cuero –respondieron en coro todos los niños mientras se quitaban los vestidos y salían corriendo del recinto. El lema de Afro Música va cambiando dependiendo los objetivos que tienen en cada etapa del proceso de formación. Su anterior insignia fue Afro Música, a pie pelao, que representaba los viajes que hicieron por la comunidad y los pueblos aledaños para llevar la iniciativa a otros lugares y convencer a otros pueblos de tomarla como ejemplo. Ahora, con huellas de cuero, el proyecto está enfocado en perfeccionar el baile y los ritmos musicales entre toda la comunidad de Libertad.

Era de noche y fuera de la escuela no había luz. Caminamos a oscuras por las calles de vuelta a la casa de Isabel. Teníamos mucha sed, no habíamos tomado sino café desde que llegamos. Cuando entramos a la casa, nos tenían servida la comida. Nergina e Isabel se habían quedado preparándola mientras nosotros estábamos en la escuela. Nos sentamos a la mesa y clavé mis ojos en la comida. Un pescado, cuatro patacones y una montaña de arroz con fríjol verde que equivalía a unos seis pocillos para cada uno. Me aterré de ver la cantidad de comida y empecé a cucharear el arroz. La sed no me dejaba tragarlo fácilmente porque estaba seco. Como si me hubiera entendido, Nergina sirvió una jarra de jugo de guayaba en el centro de la mesa. Me tomé dos vasos a tiro sin importarme la calidad del agua que estaba bebiendo. Comíamos solos, los demás nos miraban. Los niños se hicieron a mi alrededor y me sentí incómoda de comer frente a ellos. Les ofrecí patacones. No pude comerme sino la mitad del arroz y cuando iba terminando el pescado llegaron dos mujeres con una paila de pescados frescos. Se sentaron con Nicolás, el esposo de Isabel, y le vendieron algunos. Mario me abrió los ojos al otro lado de la mesa como queriéndome decir algo. Lo miré y le alcé las cejas.

–¿Qué pasa? –le susurré para que no nos oyeran

–¿Viste los pescados que compraron? Son los mismos que nos estamos comiendo

–¿Y qué pasa? ­­–insistí

–Es el barbudo. El que se come la mierda.

Lo miré con angustia. En Colombia, hasta los peces han sido víctimas de la guerra y se han acostumbrado a las condiciones más adversas de escasez. Por ejemplo, recordé una historia que leí en El Tiempo sobre los habitantes de orillas del río San Juan, en Chocó, que no volvieron a comer barbudo porque cuando los tajaban encontraban gusanos y esa era una señal de que habían comido muerto. En el resto de los ríos, el pez tiene fama de comerse la mierda que va a dar al agua. Mi mamá me contaba que en el Atrato los veía saltar para atrapar los bollos que caían en picada desde las casas elevadas sobre el río. Tragué saliva. Agradecí la comida y le dije a Nergina que necesitábamos comprar agua. En medio de la penumbra del rancho, su sonrisa blanca iluminó el recinto, levantó los platos de la mesa y nos dijo que nos acompañaba a la tienda del parque.

En el camino, Nergina nos contó su historia. En 1998 con la entrada del bloque paramilitar a Libertad y a todos los corregimientos de San Onofre, las principales víctimas del conflicto fueron las mujeres. Marco Tulio Pérez, alias “El oso”, fue el encargado de dominar y regir la vida cotidiana de los liberteños. Los dos primeros años se encargó de controlar todo lo que pasaba en el pueblo. Hacían fiestas para recolectar plata y obligaban a los habitantes a ir a los festejos o a mandar a sus hijas, cobraban vacunas, humillaban a los homosexuales y los ponían a barrer el parque, desaparecían a los liberteños por no colaborarles; una de esas víctimas fue un hermano de Nergina. Masacraron dos veces, censuraron los bailes y la música tradicional, organizaron concursos de belleza con menores de edad en los que “El oso” seleccionaba a las niñas que más le gustaban para abusar sexualmente de ellas.

Para el 2002, cuando Nergina tenía 19 años, ya tenía su primera hija, Yolibeth, y estaba esperando un segundo bebé. Tenía siete meses de embarazo cuando “El oso” la sacó de su casa y la violó. Luego, violó a su hermana. Nergina perdió a su bebé y dejó de hablar un buen tiempo.

Llegamos al parque y nos llevó hasta la estatua de la libertad. Nos contó que el monumento era un regalo de un artista plástico bogotano y que el mosaico de flores en la base representaba las 15 mujeres que se atrevieron a denunciar las violaciones de “El oso”, entre ellas, Nergina. Le pregunté cómo había logrado superar esa situación, si aún le guardaba rencor a su violador y si lo había perdonado.

–Gracias a Dios mi mamá y mi papá siempre me han apoyado. Después de tanto dolor que vivimos todos en este pueblo no había esperanzas. Mas sin embargo mi mamá siempre ha dicho que lo único que tenemos es la vida y que si nos dejaron la vida teníamos que agradecerla. Ella siempre con sus cantos y su brincadera nos terminó contagiando la alegría y yo digo que gracias a la música de mi mamá y en general al proyecto que tenemos con los muchachos uno termina dejando atrás esas cosas malas, no porque uno olvide, pero por lo menos para vivir el presente tranquilo y cantando. Yo no digo que yo haya perdonado, pero lo que sí sé es que ya no le guardo rencor a ese señor. A nosotros la Unidad de Víctimas vino a contarnos que a él lo habían mandado a prisión en Cómbita y luego lo mandaron para Barranquilla. Eso nos tranquilizó a las mujeres que denunciamos.


Estatua de la libertad. Libertad, Sucre. Fotografía: Irene Littfack
                                                                                     

Nergina me miró fijamente por unos segundos, fue una mirada de aprecio. Luego miró al cielo y nos preguntó si ya habíamos visto la luna. En medio de la noche despejada, la luna parecía estar más cerca de Libertad que de cualquier otro lugar en la Tierra. En el parque había unos diez militares haciendo ronda y hablando con algunas muchachas. Todos empuñaban sus armas con firmeza, nos observaron y nos saludaron al pasar. Tuve miedo otra vez. No había visto ningún retén por el camino, ni en el día; tampoco me habían dicho que el pueblo estuviera vigilado. Tuve miedo al verlos, me sentí más insegura. A fin de cuentas, ejército y paramilitares operaron en la zona como uno solo, como ya nos lo habían confirmado Nergina y Ralán. Pasamos en frente de otros tres uniformados que me dijeron “buenas nocheesss” con ese tono insolente de quien saluda con morbo. Les devolví el saludo, aguantándome la rabia. Compramos diez bolsas de agua y caminamos de regreso.

Cuando llegamos a la casa, Chavelo tenía encendida una hoguera para ahuyentar el jején. Nos sentamos junto a ella y nos contó historias. Había ganado festivales y fiestas del pueblo y de la región por cantar y bailar, por contar cuentos, por recrear a los adultos mayores, por hacer chistes, por ser espontánea y divertida. Nos dijo que ella era la única cantaora que incluía a su marido en las letras de sus canciones; que no sabía leer ni escribir, pero que tenía una memoria que nadie más tiene. Nos dijo que era madre de 16 hijos, que tenía 64 años a pesar de aparentar 80 y que un día de estos le iban a dar un premio por ser la mujer más maluca del pueblo.

Luego, Chavelo nos cantó un paseo que compuso. Nos dijo que todo lo que ella ve, lo canta. Lo bueno, lo malo y lo de todos los días.

Yo le dije a mi vecina
Estoy cansada e trabajar
Tanto como he trabajado
No he podido tener na’
 
Lo poquito que tenía
Me lo mandaron a quitar
Eso sí me ha dao tristeza
Bastante gana e llorar
Pero tengo resistencia y
Mejor no le lloro na´

Yo salgo de mañanita
Pa’ mi monte trabajar
Regreso en la tardecita
De ese monte muy cansá
Y con este poco e muchachos
No tengo nada que dar.
Eso sí me da tristeza
Bastante gana e llorar

Ya mis brazo a mí me duelen
De yo tanto trabajar
Lo único que no me duele
Es la mente para cantar
Cuando la mente se canse
Aquí me quedo sentá
Aquí me quedo sentada
En el pueblo e Libertad.

Isabel terminó de cantar y soltó una carcajada. Se levantó de la silla y fue a darle de comer a los cerdos. Nos fuimos a la casa de Ralán. Eran las 11 de la noche y teníamos que madrugar. Al acostarnos en la cama volví a tener miedo. Tuve miedo de los militares que rondaban el pueblo y sabían de mi visita. Tuve miedo de lo que me contó Ralán en algún momento del día: que en la época del conflicto todo el que llegaba de afuera era desaparecido para que no dijera nada. Cerré los ojos, pero cualquier ruido me inquietaba. Me ponía nerviosa no tener puerta en el cuarto. Traté de dormir, pero fue inútil. No le dije nada a Mario, no quería asustarlo. Sentí un miedo diferente al que había tenido en la mañana, diferente a cualquier temor que hubiera sentido en mi vida. Era un miedo que me carcomía; pensaba en no estar viva al otro día, pensaba en los horrores que se han cometido en el país, pensaba en las violaciones, en la historia de Nergina, en los militares morbosos que coqueteaban con las muchachas del pueblo. Era un miedo que no me inmovilizaba, sino que me mantenía alerta, una angustia permanente que me tenía tensionado todo el cuerpo.

Pensé toda la noche en “El oso” y su superior, “Cadena”; en las fosas comunes que encontró la Fiscalía entre la playa de Berrugas y el Rincón, a pocos minutos de donde me estaba quedando. Pensé en los hermanos Benito-Revollo Balseiro que se repartieron la alcaldía de San Onofre como si fuera una pelota de caucho y se aliaron con los paramilitares para favorecerse económicamente. Pensé en la actual alcaldesa, Maida del Carmen Balseiro, prima de Muriel Benito-Revollo Balseiro, ex alcaldesa de San Onofre, condenada a cuatro años de prisión por parapolítica, específicamente por los acuerdos que celebró en 2006 con el ex comandante de las AUC, Diego “Vecino” y el ex senador Álvaro García, “El gordo”, en la casa de su madre, Estefanía Balseiro. Maida del Carmen, también prima y ex tesorera del gobierno de Édgar Benito-Revollo Balseiro, cuyos dos hermanos, Óscar Laureano y Armando están extraditados en Estados Unidos por narcotráfico, y su tío, Sabas Balseiro, firmó en el acuerdo de Ralito y fue condenado por parapolítica. Pensé en la descomposición del país y de sus dirigentes. Me atemorizaba sentir esa zozobra que han sentido por tantos años los liberteños y me sentí abandonada en el mundo, perdida y sola, tal y como deben haberse sentido tantas poblaciones de Colombia. Cantó un gallo y me consoló saber que pronto amanecería. Al fin me dormí.

La voz de Ralán me despertó. Salí al baño para bañarme y encontré tres arañas inmensas. Le dije a Mario que entrara él primero. Luego me bañé como pude con la totuma mientras controlaba con la mirada el movimiento de los animales de ocho patas. Salimos con Nergina que vino a buscarnos porque Ralán estaba ocupado. Fuimos a la casa de Isabel a desayunar. Un plato de las mismas dimensiones que el de la cena nos esperaba en la mesa: patacones, buñuelos de maíz dulce y un vaso de chicha de arroz. Comí hasta donde pude y el resto se lo di a Dana y a Yélani. Los niños estaban felices porque en la tarde nos íbamos con ellos a la playa de Sabaneta. Luis Miguel llegó cuando terminábamos el desayuno y se sentó a hablar con nosotros.

Mientras las niñas me intentaban peinar de la misma forma que se peinaban ellas, le pregunté a Luis Miguel por esas tradiciones que se perdieron con el conflicto. Me contó sobre los juegos de velorio como La Marucha, una ronda cantada donde todos jugaban tomados de la mano mientras cantaban refranes jocosos; me habló de la música de tambores, de la costumbre de ir a los estanques a recoger el agua, de las prácticas de medicina tradicional e incluso de la agricultura. Pero para él, el daño más grande que ocasionó la presencia paramilitar en Libertad fue el deterioro del tejido social y la pérdida de la música tradicional.

–En realidad la gente se llenó de desconfianza, la unión se rompió; ya la desconfianza se apoderó de todo, el egoísmo. La música fue una de las más deterioradas u olvidadas por el conflicto en este tema de tradiciones porque digamos que el bullerengue, que es lo que nos representa a nosotros, y el sonido de tambores, pues era algo que era por generaciones. El abuelo de Fulano era el que venía enseñando al nieto y así. Entonces pues, digamos que cuando ya llega el conflicto la tranquilidad de los señores mayores se cambió por temor, por miedo. Entonces pues ya se perdió el hábito de enseñar la tradición de la música, entonces ahí hay como una partidura de la etapa. Gracias a Dios por acá con Chave hemos aprendido mucho de la tradición, pero la música fue muy golpeada, fue silenciada. Los temas de bullerengue en el territorio fueron apartados. El miedo se apoderó de todo y la tradición se vio afectada.

Ralán me miró la cabeza. Al parecer mi peinado estaba terminado. Se levantó de la silla y nos dijo que fuéramos a recorrer el pueblo. Salimos tras él y paramos en varias casas. En la primera, saludó a una mujer rubia, tan blanca como yo, con cara de extranjera pero con acento costeño. Nos la presentó como Alannis y cuando seguimos caminando nos contó que se trataba de una mujer estadounidense que llevaba viviendo en el pueblo dos años porque fue enviada por la organización internacional menonita para evangelizar y contribuir con proyectos sociales.

Continuamos el trayecto mientras el sol de media mañana nos aplastaba las cabezas. La tierra del suelo brillaba de tal forma que enceguecía y perturbaba. Paramos en una casa con rejas y jardinera delantera.

–Mucho gusto. Manolo –nos saludó un hombre moreno y robusto.

Le extendimos la mano y nos hizo pasar a la terraza. Ralán le dijo que nos contara un poco sobre los proyectos sociales que tienen en mente para la comunidad. Nos habló de varios centros educativos y de salud para la infancia que les ha prometido el Gobierno a través de diferentes instituciones como la Unidad de Víctimas o el ICBF, pero que no se han materializado, nos dijo que por más que presionaban todo se quedaba en palabras. Recordé que en la alcaldía de Nelson Pineda, uno de los sucesores de los Benito-Revollo, en 2012, el ICBF había asignado un presupuesto de $1.600’000.000 para las víctimas menores de edad en Libertad y lo único que faltaba para consolidar el centro de atención era el terreno. Pineda nunca aportó el lote y la plata desapareció. Le preguntamos a Manolo sobre la restitución de tierras en la región y nos dijo que todos los que habían ido a reclamarlas habían sido asesinados.

–Casi todos los que salen al frente los amenazan, los matan. Acá hay mucha gente que no quiere volver. Aquí hay otros proyectos de hacer una cancha múltiple, la planta procesadora de pesca en Sabanetica, un centro intergeneracional, pero eso está en el tapete todavía. Ahora estamos organizando con todos los líderes comunitarios una marcha pacífica hasta Sincelejo para reclamar lo que nos han prometido.

Salimos de la casa de Manolo y caminamos un tramo largo antes de volver a parar. A mi lado caminaban Dana y Tainy y a ratos me pedían que les dejara cargar mi mochila. Nos encontramos con Viola Banquez, la líder de una organización de mujeres liberteñas.

–Este año somos 20 mujeres y vamos a legalizar la organización para poder gestionar y traer cosas a la comunidad, porque así solo podemos trabajar desde acá con lo que tenemos. Con el consejo comunitario ya hemos logrado varias cosas como el programa De cero a siempre de Bienestar Familiar, ya ellos tienen cuatro años acá. Esos programas han generado empleo en la comunidad. Yo soy maestra y acá no todos los niños son juiciosos, pero cuando yo veo el proyecto de Afro Música me quedo aterrada porque los menos aplicados en el colegio son los mejores bailando y tocando. Entonces yo digo que eso es una gran herramienta para ayudarle a los chicos a encontrar lo que les gusta y a fomentarles también la disciplina en el estudio ­–Dice Viola mientras mira a Ralán como recalcando la gran responsabilidad que tiene.

–Acá en este pueblo todos somos víctimas, pero si hay algo que nos dejó el conflicto es el fortalecimiento y la unión de nosotros. Es muy feo decir que no hay mal que por bien no venga, porque lo que pasó acá fue terrible, pero después de la violencia este pueblo se ha unido tanto en todo que hemos conseguido cosas que no pensábamos.

Nos despedimos y le agradecimos su tiempo. El sol ya casi llegaba a su posición vertical. El calor nos mojaba la espalda. Por las calles de Libertad no hay casi sombra y el cielo es azul inmaculado. Le dije a las niñas que apostáramos a la que primero encontrara una nube, pero no había ninguna. Subimos una colina de tierra y llegamos a la cima. Desde allí se veía todo el pueblo, las montañas y las vías hacia los otros corregimientos. Ralán nos dijo que ahí, justo donde estábamos parados era el lugar donde los paramilitares tenían su casa y desde donde operaban.

–Aquí vivía el jefe, aquí tenía su gente. Entonces él decía: vamos a hacer una parranda hoy, ve a donde Fulano y dile que me mande una vaca. Y entraban a tu casa a coger cinco gallinas, un chivo, lo que fuera. Y uno callado porque ellos entraban con sus pistolas. Acá ellos se burlaban mucho de la gente, los maltrataban que si eran gay, que si les iba mal en el colegio, que si eras feo, que mejor dicho. ­–Contó Luis Miguel mientras nos señalaba con el dedo el pueblo– Mire, allá se ve la cruz de la iglesia, allá a ese lado queda la salida a Pajonal y por este otro a la playa. Tenían todo controlado.

Bajamos de la montaña y volvimos a la casa de Isabel. Para nuestra sorpresa, ya el almuerzo lo tenían servido. Comimos y nos prepararon las dos motos para salir hacia la playa. Yo me subí a la moto de Vellanor y Mario, a la de Manuel. Los demás se iban caminando. La tambora la llevó Mario en sus piernas para ayudarles con la carga.

Las playas de Sabaneta y Sabanetica eran la terminación de un pueblo de pescadores. Varias casitas se agolpaban sobre la arena y delante de ellas unas 20 canoas reposaban esperando la faena. La brisa corría finalmente y el calor ya no era un problema. Corrimos hacia el agua, nos mojamos los pies en ella, dibujamos sobre la arena y esperamos a que los demás llegaran. Desde lejos, los golpes de tambor nos anunciaron que ya estaban allí. Salimos a recibirlos y formamos un círculo entre todos. Las niñas corrieron a un rancho vecino para ponerse sus polleras. Comenzó la música y, con ella, la danza. Los pobladores de Sabanetica se acercaron a observar, a hacer palmas y a bailar. Mientras la brisa corría entre las faldas de las bullerengueras, el sol se ponía sobre el horizonte. Todos cantaban en coro.

En los Montes de María
Algo se está comentando
Ahora dicen que en Colombia
La paz se vistió de blanco

En los Montes de María
La paz se vistió de blanco
En Libertad, la tierra mía
La paz se vistió de blanco


Afro Música de Libertad en las playas de Sabanetica. Fotografía: Irene Littfack
                                                 
Cuando el sol comenzó a bajar rápidamente y a mezclarse con el mar, los niños se pusieron sus vestidos de baño y salieron corriendo al agua. Saltaron, se bañaron, jugaron, corrieron y cuando estuvo oscuro regresamos a Libertad. Le pregunté a Ralán si él creía que la música ayudaba a superar el conflicto.

Mira, la música hace que tu corazón piense en cosas diferentes como el perdón, como la reconciliación. La música ha permitido que se conozca la historia, que se conozca la verdad, que los artistas del campo, de las mismas veredas del pueblo colombiano se encarguen a través de la música de contar las historias, que el país la conozca para que no se repita. La música nos conecta y sirve para sanar el alma.

Antes de irnos a la casa de Ralán, pasamos por la cena a donde Isabel. Me dieron ganas de orinar y pregunté por el baño. En la casa de Chavela no había baño. Me dijo que fuera atrás del corral y orinara por ahí. Le hice caso y caminé alumbrando el camino con mi celular. Pasé por debajo de la ropa que colgaba y llegué al sitio que me había indicado. Un niño de cuatro años estaba acurrucado haciendo popó. Lo vi y seguí de largo. Antes de agacharme, una rana blanca saltó cerca de mí y casi se me quitan las ganas de orinar. De pronto, vi que el niño que estaba adelante mío se levantó y se subió la pantaloneta sin limpiarse la cola. Pensé en cuántos niños de la casa había cargado sobre mis piernas y había tomado de las manos. Tragué saliva. Cuando ya caminaba de vuelta, uno de los perritos de la casa llegó al baño comunal y olfateó la mierda del niño. Luego se la comió.

Esa noche sí pude dormir. Me levanté temprano el domingo y con mucho calor. Fui al baño y no había más agua en el platón. Me acordé del tanque fuera de la casa. Fui allí con el recipiente en las manos, lista para llenarlo, y me encontré con una sopa de bichos, hojas, ramas, tierra y muchas larvas. De nuevo controlé una arcada. Le dije a Mario que no me iba a bañar, que necesitaba las bolsas de agua que nos hubieran sobrado. Me bañé la cara con una, los dientes con otra y me recogí el pelo en una moña alta. Salimos con maletas de donde Ralán. Desayunamos huevos pericos de las gallinas de Isabel. Antes de despedirnos de Libertad y de todos los que nos recibieron le pregunté a Ralán qué era la paz para él.

–¿Qué es la paz? Esa yo creo que es una de mis preguntas favoritas. –dijo parafraseando mi pregunta mientras sonreía y tomaba a sorbos agua de maíz– Para mí la paz no es más que un entorno donde todos somos bienvenidos, donde todos buscamos el bien común, donde somos felices, donde la tristeza no es ocasionada por armas. Yo digo que la paz es amor, la paz es un entorno y es un entorno para vivirlo.

–Y ¿Qué es la música? –le pregunté.


–Para mí la música lo es todo. La música me llena, me hace libre. Es una forma de representarnos, de identificarnos, una forma de pedir perdón y es una forma de decirle sí a la paz.

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