En Libertad no hay acueducto ni alcantarillado. No hay calles ni andenes,
no hay viento ni agua potable. En Libertad tampoco hay guerra porque ya la
hubo. Hay perros, burros y cerdos, hay cultivos de arroz y yuca, hay tierras
fértiles que no son de los liberteños. Tiene casas de bahareque, tiene el mar
cerca y está rodeada de montañas. En Libertad hay 7.000 habitantes, la mitad
son niños y la otra mitad, sobrevivientes.
Libertad. Fotografía por: Irene Littfack |
Tuve miedo. Tuve miedo la noche
anterior y la madrugada de la partida. Tuve miedo de despertarme y tomar el
avión hacia Montería. Me sentí culpable de la zozobra que sentirían mis padres
una vez abandonara la casa. Me miré fijamente en el espejo como quien se da
valor y sonreí para ignorar el temor que me cobijaba. Acomodé mi pelo detrás de
la oreja, me colgué el morral y la mochila arhuaca. Mi madre se despidió de mí
con un abrazo fuerte que en el fondo escondía el mismo temor mío: no saber si
volvería y no tener la certeza del lugar a donde iba.
Me encontré con Mario camino al
aeropuerto. Desayunamos bastante porque no sabíamos si íbamos a comer en el
resto del día. Subimos al avión y en menos de una hora aterrizamos en la
capital cordobesa. Nos recibió el calor pegajoso de la ciudad. El aire tibio me
sofocaba y la ropa me forraba el cuerpo. Me sentía segura allí y no quería
llegar a mi destino. En mi mente trataba de estirar el tiempo y me consolaba
pensar que pronto estaría de vuelta y todo haría parte del pasado.
Salimos del aeropuerto Los Garzones
hacia Cereté, compramos el tiquete del bus de Brasilia que partía media hora más
tarde y caminamos por el parque principal mientras esperábamos. Nos comimos dos
carimañolas que nadaban en aceite y las coronamos con suero atollabuey. El
calor comenzaba a enrojecerme la piel y el sudor me bañaba la nuca. En la
droguería más cercana compramos un jabón en barra, dos sobres de champú, un
paquete de pañuelos y uno de pañitos húmedos. Estábamos listos. Nos montamos al
bus y emprendimos camino hacia el norte.
Las tres horas de viaje me
tranquilizaron. El día era brillante, el cielo despejado. La sabana majestuosa me
invitaba a recorrerla y el miedo se transformó en ansiedad. Pasamos Lorica y
San Antero antes de que la sabana se convirtiera en mar. De Córdoba saltamos a
Sucre y dejamos atrás las playas de Coveñas. Llegando a Tolú le escribí a
Ralán. Me dijo que los mototaxistas ya habían salido del pueblo para ir a
recogernos. Seguimos nuestro viaje.
–¡San Onofre! –gritó el conductor del
bus media hora después.
Nos levantamos de nuestras sillas y
bajamos sin saber muy bien a dónde ir. Llamé a Ralán y me dijo que aún se
tardaban media hora más porque el pueblo estaba a una hora y media de San
Onofre. Mario me miró asombrado.
–¿Tú sí sabes para dónde vamos? –me
preguntó.
Intimidada y con un poco de nervios, le
respondí con sinceridad que no me habían dicho que fuera tan lejos. Eran las
2:30 de la tarde. Cruzamos la vía en busca de un lugar donde almorzar.
Encontramos un rancho con dos mesas largas cubiertas por un mantel de cuadros
azules y blancos donde dos mujeres gordas cocinaban en un fogón al lado de la
carretera. Pedimos agua y nos ofrecieron Kola Roman. Después llegó la sopa: un
caldo turbio encapotado por el aceite que se separaba en pequeñas burbujas
amarillas. Tragué saliva y sumergí la cuchara en la taza. Me lo comí todo a
pesar de que no lo disfrutaba. Tenía sed. Quería agua, pero nos dijeron que por
ahí solo conseguíamos gaseosa. Tan pronto como terminamos de comer, dos hombres
morenos se bajaron de sus motos y se acercaron a donde estábamos. Nos vieron
con los morrales y nos identificaron.
–Buenas tardes, venimos de parte de
Afro Música. –Nos extendieron su mano y se presentaron con sus nombres– Yo soy
Vellanor y él es Manuel.
La sonrisa de los dos hombres y su
amabilidad me llenó de alegría. No había nada que temer, pensé. Me regañé por
tener una imaginación tan trágica y pensar con la mentalidad citadina del
peligro latente. Me subí a la moto de Vellanor y me agarré con firmeza a la
parrilla trasera. Salimos por la carretera y a unos 20 minutos nos desviamos a
mano izquierda por una trocha en cuya entrada decía “Pajonal”. Vellanor comenzó
a hablarme. Me indicó que después de Pajonal seguían otros tres pueblos antes
de llegar a Libertad. A ambos lados del camino había fincas enormes donde
pastaba ganado o donde la maleza y las palmas crecían sin límites. A los diez
minutos pasamos por el primer pueblo. Todas las casitas eran como las pintaba
cuando era niña: dos ventanas a cada lado, la puerta en el medio y el techo
triangular. La mayoría eran de bahareque, unas de tabla y otras estaban
pintadas de colores.
–Aquí hasta los extraños son queridos
–me dijo Vellanor con la voz temblorosa por los resaltos del camino.
Sonreí detrás de él y me reconforté con
su afirmación. Me señaló a lo lejos una antena y me dijo que allá estaba
Libertad.
–Se ve lejos, pero ya falta poco. El
camino se le debe hacer largo por lo que es primera vez que viene –me dijo.
Mientras esquivábamos los huecos y las
piedras del camino, empecé a imaginarme el pueblo. Con el material que había
leído en los informes de la Unidad Nacional de Víctimas, el Centro de Memoria
Histórica y algunos diarios y portales nacionales como Verdad Abierta, El
Espectador y El Tiempo, sabía que Libertad, corregimiento de San Onofre, Sucre,
fue epicentro del bloque paramilitar Héroes de los Montes de María hasta 2004.
Sabía, también, que sus habitantes se unieron para expulsar por sus propios
medios al grupo armado de su territorio y que por ello son un símbolo de
resistencia y reparación colectiva a nivel nacional; que a través de sus
costumbres y tradiciones afrodescendientes como la música, las rondas, los
peinados y el baile reivindicaron la época en que todas esas prácticas fueron
censuradas por los paramilitares e hicieron visible la riqueza cultural que los
volvió a unir como un solo pueblo.
Me imaginé la estatua de la libertad
que tienen en el parque principal y que había visto en un video de Afro Música;
supuse que todo el pueblo era tan colorido como el parque, que la iglesia era
el centro de reunión de los pobladores, que sus casas eran abiertas y la gente
se mecía en los zaguanes durante las tardes; imaginé sus callecitas
pavimentadas y a los niños tocando tambores y corriendo por ellas.
No tuve tiempo de seguir construyendo
el pueblo en mi mente. Habíamos llegado. Las calles eran igual a las del
camino, sin pavimento y pedregosas. Cruzamos frente al parque principal.
Reconocí la estatua, la iglesia y el kiosco central por las fotos que había
visto. Seguimos derecho y pasamos frente a un par de casas coloridas, como me
las había imaginado. Avanzamos entre una multitud de perros y niños que me
observaban con atención. Mi piel casi transparente a la luz del sol y me pelo
rubio contrastaba con la tez negra de quienes me observaban. Me sentí rara y
quise con todas mis fuerzas pasar desapercibida. Las casas siguientes eran de
bahareque y techo de palma. Vellanor frenó en seco frente a una cerca de madera
y se quitó el casco.
Me bajé de la moto y sentí el calor
asfixiante. El cielo de Libertad no tiene nubes y los rayos del sol te hacen
hervir por dentro. Mi garganta estaba seca. Entramos a través de la cerca y nos
encontramos con dos ranchos grandes anclados sobre la tierra. Un montón de ropa
pendía alrededor de las enramadas y le daba color al entorno de tonos marrón.
Luis Miguel Caraballo, conocido por todo el pueblo como Ralán, salió a nuestro
encuentro. Con él había hablado desde Bogotá, pero no me lo imaginé tan joven.
Era alto, delgado, moreno, de unos 22 años, con un ojo apagado. Nos saludó y
nos dio la bienvenida a la casa de Isabel Martínez.
–Esta es nuestra principal sede de Afro
Música. Acá, junto a Isabel Martínez, desarrollamos algunas de las actividades
musicales y es nuestro punto de encuentro. –nos dijo mientras llamaba a la
cantaora– ¡Chavelo! –gritó Ralán, y enseguida salió del rancho una señora
morena, canosa, delgada, con los pies descalzos y más negros que su piel por la
tierra que los percudía. Tenía puesta una falda debajo de la rodilla y una
camiseta raída. Me tendió la mano y luego me dio un beso en el cachete.
Casa de Isabel Martínez. Fotografía: Irene Littfack |
Nos presentamos y nos trajeron café
dulce. Me lo tomé de un solo sorbo para calmar la sed, pero fue inútil. A mano
izquierda estaba el rancho de bahareque cimentado sobre la tierra donde tenían
un fogón de leña, un par de mesas y un cuarto. Al lado derecho, un escalón
conducía a una casa pequeña de cemento. Por la puerta salieron más de diez
niños que se quedaron mirándonos cada detalle. Mientras charlábamos, Ralán
trajo el juego de tambores que les regalaron en San Jacinto. Repartió los
maracones a tres niñas morenas y flacas que nos miraban sonrientes y tímidas
desde detrás de las paredes; el alegre, la tambora y el llamador se los dio a
tres muchachos a los que ya se les veía la experiencia y el amor por la
percusión. Calentaron rápidamente recordando el ritmo base de la cumbia y
comenzaron a tocar.
Luis Miguel cantó el primer verso de la
canción y luego el coro que lo acompañaba repitió la misma frase.
Con qué, con qué, con qué me quito la sed
Con agüita de maíz
Totuma para beber
Con cada repique de tambor llegaban más
niños y jóvenes, como si atendieran un llamado. El círculo fue creciendo de
manera espontánea y todos cantaban la cumbia o la acompañaban con las palmas. La
sonrisa de los niños que llegaban y el baile que les contagiaba sus piernas me
hicieron sonreír. Cualquier miedo que pude haber sentido en la mañana
desapareció. Frente a nosotros una reunión de 20 niños cantaba feliz y marcaba
los pulsos de la música con los pies. Las gallinas y los gallos de la casa se
alborotaron con la algarabía y cacarearon como quien no quiere quedarse por
fuera de la fiesta. Los perros ladraron también. Todas las generaciones estaban
reunidas. Una madre joven tocaba el maracón con una mano mientras con la otra
cargaba a su bebé. Terminaron la primera canción y se oyó de nuevo la voz a capella de Ralán.
Larala, larala, no, no
Larala, larala, no no
Vengo con los pelaos, por todo lao
bullerengue rapeao y está pegao
y esto lo hemos llevao
por arriba, por abajo, por un lao por los dos laos.
Los niños entonaron el coro y
escucharon el rap de Ralán. El bullerengue con rap de Afro Música liga dos
tradiciones negras: los tambores palenqueros y el hip hop de origen africano, y
a través de esta práctica moderna e innovadora incluye a los jóvenes del pueblo
en los procesos de composición. El bullenrap es una práctica colectiva donde
todos aportan a los versos, los ritmos y la forma de las canciones.
–¿Quiénes somos? –gritó fuerte Ralán
preguntándole a sus cómplices musicales
–Afro Música, huellas de cuero –respondieron
los niños en coro.
–Si yo digo Afro ustedes dicen música.
¡Afro!
–¡Música!
–¡Afro!
–¡Música!
Ralán aplaudió y nosotros, por
supuesto, nos unimos a la ovación. Les pidió que se alistaran y fijó la hora de
encuentro para ir al taller de danza. La cita era a las 6:00 p.m.
–No han visto nada, –nos dijo Ralán
con una sonrisa– lo que viene es mejor.
Le pregunté a Ralán por el inicio del
proyecto y no tuvo duda en responder con detalle el objetivo y los alcances que
ha tenido Afro Música.
–Afro Música nace un 21 de junio de
2006 como una alternativa de rescate de memoria para tratar de hacer visibles
los hechos que ocurrieron en el territorio. Nace en Libertad con la necesidad
de, a través de la música, narrar la historia, recuperar y fortalecer los
procesos que el conflicto deterioró. Nace como una alternativa
intergeneracional donde niños, jóvenes, adultos y adultos mayores participan.
Primero empezamos con el hip hop donde la comunidad también hacía parte de
estos procesos participativos donde recuperábamos la alegría, donde se veía
nuevamente la unión de la comunidad. Prácticamente nace por el rescate del
tejido social.
Salimos del rancho detrás de Luis
Miguel para dejar nuestras maletas en su casa, que sería nuestro hospedaje.
Detrás de mí corrieron cuatro niñas que se pelearon por cogerme la mano. Me
miraban de abajo a arriba con una ternura inigualable. Tomé de la mano a dos y
las otras me cogieron de la camiseta. Salimos por la parte trasera de la casa,
atravesando el corral donde estaban los cerdos, los pavos, un par de chivos y
un burro. Mientras caminábamos sobre las calles polvorientas e irregulares,
Ralán volvió a hablar del proyecto. Su pasión se sentía en cada palabra. La
música, como él dice, ha reparado a su pueblo y los ha unido de nuevo después
de la violencia.
–Yo digo que si esta herramienta fuera
realizada por todas las comunidades lograríamos un país mejor. En Libertad está
pasando, estamos construyendo una mejor Libertad y como estamos haciéndolo
podemos construir una mejor Colombia a través de la música, de la danza, de los
procesos internos de diálogo con los niños, porque los niños también son la
base –dijo Ralán sonriendo y convencido de cada palabra.
Llegamos a la casa. Dos cortinas
anaranjadas hacían las veces de puerta de las dos habitaciones. Nos hizo seguir
a la primera. Una cama semidoble estaba cubierta por un cubrelecho color menta
con un corazón bordado en el medio. Las paredes y el piso eran de cemento, el
polvo recubría al único mueble del cuarto y al oso de peluche tamaño real que
estaba recostado en una esquina. En un rincón entre el techo y la pared colgaba
un amasijo de hojas. Le pregunté a Mario qué era eso y me dijo que en los
pueblos de la Costa lo usaban para ahuyentar malas energías, que era una
especie de agüero o de brujería blanca. Me corrió un escalofrío por el cuerpo.
Nos cambiamos la ropa que estaba
cubierta de tierra por el viaje en moto y que con el sudor se nos había
convertido en una nueva piel. Salimos del cuarto y nos enseñaron dónde estaba
el baño y cómo utilizarlo. Al fondo, la casa tenía el patio con una lavadora
vieja, un triciclo, varias bolsas llenas de objetos y muchas telarañas gigantes
guindadas de una pared a otra. Al lado, estaba el baño. Había un inodoro y un
platón grande lleno de agua con una totuma adentro. Tanto la ducha como el
retrete funcionaban a punta de totumazos.
Salimos de la casa y volvimos donde
Isabel. A nuestra llegada corrieron hacia nosotros cuatro niñas descalzas.
–La cerda está parida, venga y la mira
–me dijo Dana, de seis años.
Me acerqué con ella al corral y vi la
camada de cerditos que dormían uno encima de otro. Nergina, la madre de Dana y
una de las hijas de Isabel, me sonrió y se presentó con un estrechón de manos.
En la casa había más niños que antes. Pregunté cuántos eran y me dijeron que
ahí vivían 23. Nos sentamos y nos volvieron a brindar café dulce. Lo que más
añoraba era un vaso de agua fría, pero en el pueblo no hay acueducto y en la
casa solo había un tanque de agua reposada del que bebían de tanto en tanto los
niños. Por las tres entradas al lote de Isabel Martínez empezaron a llegar más
niños y jóvenes. Cuando estuvieron todos, unos 70, salimos caminando hacia la
escuela del pueblo. El sol se había puesto y el calor comenzaba a bajar.
Mientras caminábamos, los niños iban
tocando los maracones y jugando con los tres únicos tambores. Entramos a la
escuela y corrieron a ponerse los vestidos y las guayaberas para el baile.
–Los atuendos nos los han donado otras
fundaciones. Como hacemos parte de la Expedición Sensorial por los Montes de
María, ellos también nos han ayudado con los uniformes. –Dijo Ralán
refiriéndose al proyecto del Ministerio de Cultura que fomenta y apoya el
liderazgo cultural en las 152 poblaciones que conforman la región de Montes de
María.
De acuerdo con Rafael Ramos, músico y
director de la Corporación Cultural Cabildo, que también hace parte de la
Expedición, “la comunidad acogió el proyecto como un despertar, un renacer de
la vida cultural que estaba afectada por el conflicto, llegó como una propuesta
para hacer paz, para reconstruir el tejido social a partir de la cultura”.
Los niños de Libertad estaban listos
para la clase. Las mujeres con polleras de colores y pañoletas grandes sobre su
cabeza, unas verdes, otras blancas y otras azules. Los hombres con guayaberas de los mismos
colores y sombreros de palma. Cada color dependía de la edad de los muchachos.
Los más pequeños vestían de azul; los medianos, de blanco y los grandes, de
verde.
Gleison, Edinson, Jhonny y José
Francisco cogieron los tambores y el maracón. Los niños y las niñas se
enfrentaban con la mirada a ambos lados del recinto en dos hileras organizadas
que habían hecho. La cumbia empezó a sonar y todos comenzaron a moverse al
instante con el paso básico. Las polleras se arremolinaban sobre el suelo y los
niños, en su puesto, movían los pies y los sombreros. Cuando Ralán comenzó a
cantar las cumbias de Isabel Martínez, salió una primera pareja al centro del
salón. La niña, coqueta, contoneaba la cadera al ritmo del tambor y miraba
fijamente a su pareja. Él, seductor, encontraba el momento para ponerle su
sombrero en la cabeza como símbolo de cotejo. Ambos sonreían y disfrutaban el
baile. Los repiques improvisados del alegre eran remedados por el niño que
zapateaba fuertemente con sus pies descalzos en una especie de contrapunteo.
La
cumbia, el ritmo más característico de la Costa Atlántica colombiana y producto
del mestizaje en épocas de la colonia, retumbaba en las paredes de la
institución liberteña. La alegría de la cultura afro y el amor por su tradición
se reflejaba de forma natural en la sonrisa de los niños, en la experticia de
su baile y en el talento para los tambores. La cumbia era tan suya como de la
Tierra los cuatro elementos. Las polleras ondeaban como recordando las olas del
mar, los sombreros revoloteaban por el aire, las manos y los pies representaban
la tierra y los mazos de vela imaginarios encendían el fuego.
Manuel
Zapata Olivella describe en su texto Razones
del mestizaje folclórico colombiano los ritmos de los litorales Pacífico y
Atlántico como una mezcla de diferentes culturas, tradiciones y elementos. “Bailes, cantos y expresiones demuestran, por sus
solos nombres, que allí más que en el mismo altiplano, las culturas indígenas,
hispánicas y negras encontraron un marco racial de expresión”. Y así es en
Libertad, un pueblo mestizo en donde los tambores palenqueros se asentaron como
parte de sus raíces y donde el sonido de las flautas indígenas pone a bailar a
todos sus habitantes.
Los
jóvenes de Libertad bailaron dos horas al ritmo de sus propios tambores. Ralán
corregía de vez en cuando algunas posturas de los muchachos y los alentaba a
improvisar pasos o a mover más las caderas. Para finalizar la clase alzó la voz
y preguntó
–¿Quiénes
somos?
–Afro
Música, huellas de cuero –respondieron en coro todos los niños mientras se
quitaban los vestidos y salían corriendo del recinto. El lema de Afro Música va
cambiando dependiendo los objetivos que tienen en cada etapa del proceso de
formación. Su anterior insignia fue Afro
Música, a pie pelao, que representaba los viajes que hicieron por la
comunidad y los pueblos aledaños para llevar la iniciativa a otros lugares y
convencer a otros pueblos de tomarla como ejemplo. Ahora, con huellas de cuero, el proyecto está
enfocado en perfeccionar el baile y los ritmos musicales entre toda la
comunidad de Libertad.
Era de
noche y fuera de la escuela no había luz. Caminamos a oscuras por las calles de
vuelta a la casa de Isabel. Teníamos mucha sed, no habíamos tomado sino café
desde que llegamos. Cuando entramos a la casa, nos tenían servida la comida.
Nergina e Isabel se habían quedado preparándola mientras nosotros estábamos en
la escuela. Nos sentamos a la mesa y clavé mis ojos en la comida. Un pescado,
cuatro patacones y una montaña de arroz con fríjol verde que equivalía a unos
seis pocillos para cada uno. Me aterré de ver la cantidad de comida y empecé a
cucharear el arroz. La sed no me dejaba tragarlo fácilmente porque estaba seco.
Como si me hubiera entendido, Nergina sirvió una jarra de jugo de guayaba en el
centro de la mesa. Me tomé dos vasos a tiro sin importarme la calidad del agua
que estaba bebiendo. Comíamos solos, los demás nos miraban. Los niños se
hicieron a mi alrededor y me sentí incómoda de comer frente a ellos. Les ofrecí
patacones. No pude comerme sino la mitad del arroz y cuando iba terminando el
pescado llegaron dos mujeres con una paila de pescados frescos. Se sentaron con
Nicolás, el esposo de Isabel, y le vendieron algunos. Mario me abrió los ojos
al otro lado de la mesa como queriéndome decir algo. Lo miré y le alcé las
cejas.
–¿Qué
pasa? –le susurré para que no nos oyeran
–¿Viste
los pescados que compraron? Son los mismos que nos estamos comiendo
–¿Y qué
pasa? –insistí
–Es el
barbudo. El que se come la mierda.
Lo miré
con angustia. En Colombia, hasta los peces han sido víctimas de la guerra y se han
acostumbrado a las condiciones más adversas de escasez. Por ejemplo, recordé
una historia que leí en El Tiempo sobre los habitantes de orillas del río San
Juan, en Chocó, que no volvieron a comer barbudo porque cuando los tajaban
encontraban gusanos y esa era una señal de que habían comido muerto. En el
resto de los ríos, el pez tiene fama de comerse la mierda que va a dar al agua.
Mi mamá me contaba que en el Atrato los veía saltar para atrapar los bollos que
caían en picada desde las casas elevadas sobre el río. Tragué saliva. Agradecí
la comida y le dije a Nergina que necesitábamos comprar agua. En medio de la
penumbra del rancho, su sonrisa blanca iluminó el recinto, levantó los platos
de la mesa y nos dijo que nos acompañaba a la tienda del parque.
En el
camino, Nergina nos contó su historia. En 1998 con la entrada del bloque
paramilitar a Libertad y a todos los corregimientos de San Onofre, las
principales víctimas del conflicto fueron las mujeres. Marco Tulio Pérez, alias
“El oso”, fue el encargado de dominar y regir la vida cotidiana de los
liberteños. Los dos primeros años se encargó de controlar todo lo que pasaba en
el pueblo. Hacían fiestas para recolectar plata y obligaban a los habitantes a
ir a los festejos o a mandar a sus hijas, cobraban vacunas, humillaban a los
homosexuales y los ponían a barrer el parque, desaparecían a los liberteños por
no colaborarles; una de esas víctimas fue un hermano de Nergina. Masacraron dos
veces, censuraron los bailes y la música tradicional, organizaron concursos de
belleza con menores de edad en los que “El oso” seleccionaba a las niñas que
más le gustaban para abusar sexualmente de ellas.
Para el
2002, cuando Nergina tenía 19 años, ya tenía su primera hija, Yolibeth, y
estaba esperando un segundo bebé. Tenía siete meses de embarazo cuando “El oso”
la sacó de su casa y la violó. Luego, violó a su hermana. Nergina perdió a su
bebé y dejó de hablar un buen tiempo.
Llegamos
al parque y nos llevó hasta la estatua de la libertad. Nos contó que el
monumento era un regalo de un artista plástico bogotano y que el mosaico de
flores en la base representaba las 15 mujeres que se atrevieron a denunciar las
violaciones de “El oso”, entre ellas, Nergina. Le pregunté cómo había logrado
superar esa situación, si aún le guardaba rencor a su violador y si lo había
perdonado.
–Gracias
a Dios mi mamá y mi papá siempre me han apoyado. Después de tanto dolor que
vivimos todos en este pueblo no había esperanzas. Mas sin embargo mi mamá
siempre ha dicho que lo único que tenemos es la vida y que si nos dejaron la
vida teníamos que agradecerla. Ella siempre con sus cantos y su brincadera nos
terminó contagiando la alegría y yo digo que gracias a la música de mi mamá y
en general al proyecto que tenemos con los muchachos uno termina dejando atrás
esas cosas malas, no porque uno olvide, pero por lo menos para vivir el
presente tranquilo y cantando. Yo no digo que yo haya perdonado, pero lo que sí
sé es que ya no le guardo rencor a ese señor. A nosotros la Unidad de Víctimas
vino a contarnos que a él lo habían mandado a prisión en Cómbita y luego lo
mandaron para Barranquilla. Eso nos tranquilizó a las mujeres que denunciamos.
Estatua de la libertad. Libertad, Sucre. Fotografía: Irene Littfack |
Nergina
me miró fijamente por unos segundos, fue una mirada de aprecio. Luego miró al
cielo y nos preguntó si ya habíamos visto la luna. En medio de la noche
despejada, la luna parecía estar más cerca de Libertad que de cualquier otro
lugar en la Tierra. En el parque había unos diez militares haciendo ronda y
hablando con algunas muchachas. Todos empuñaban sus armas con firmeza, nos
observaron y nos saludaron al pasar. Tuve miedo otra vez. No había visto ningún
retén por el camino, ni en el día; tampoco me habían dicho que el pueblo
estuviera vigilado. Tuve miedo al verlos, me sentí más insegura. A fin de
cuentas, ejército y paramilitares operaron en la zona como uno solo, como ya
nos lo habían confirmado Nergina y Ralán. Pasamos en frente de otros tres
uniformados que me dijeron “buenas nocheesss” con ese tono insolente de quien
saluda con morbo. Les devolví el saludo, aguantándome la rabia. Compramos diez
bolsas de agua y caminamos de regreso.
Cuando
llegamos a la casa, Chavelo tenía encendida una hoguera para ahuyentar el
jején. Nos sentamos junto a ella y nos contó historias. Había ganado festivales
y fiestas del pueblo y de la región por cantar y bailar, por contar cuentos,
por recrear a los adultos mayores, por hacer chistes, por ser espontánea y
divertida. Nos dijo que ella era la única cantaora que incluía a su marido en
las letras de sus canciones; que no sabía leer ni escribir, pero que tenía una
memoria que nadie más tiene. Nos dijo que era madre de 16 hijos, que tenía 64
años a pesar de aparentar 80 y que un día de estos le iban a dar un premio por
ser la mujer más maluca del pueblo.
Luego,
Chavelo nos cantó un paseo que compuso. Nos dijo que todo lo que ella ve, lo
canta. Lo bueno, lo malo y lo de todos los días.
Yo le dije a mi vecina
Estoy cansada e trabajar
Tanto como he trabajado
No he podido tener na’
Lo poquito que tenía
Me lo mandaron a quitar
Eso sí me ha dao tristeza
Bastante gana e llorar
Pero tengo resistencia y
Mejor no le lloro na´
Yo salgo de mañanita
Pa’ mi monte trabajar
Regreso en la tardecita
De ese monte muy cansá
Y con este poco e muchachos
No tengo nada que dar.
Eso sí me da tristeza
Bastante gana e llorar
Ya mis brazo a mí me duelen
De yo tanto trabajar
Lo único que no me duele
Es la mente para cantar
Cuando la mente se canse
Aquí me quedo sentá
Aquí me quedo sentada
En el pueblo e Libertad.
Isabel
terminó de cantar y soltó una carcajada. Se levantó de la silla y fue a darle
de comer a los cerdos. Nos fuimos a la casa de Ralán. Eran las 11 de la noche y
teníamos que madrugar. Al acostarnos en la cama volví a tener miedo. Tuve miedo
de los militares que rondaban el pueblo y sabían de mi visita. Tuve miedo de lo
que me contó Ralán en algún momento del día: que en la época del conflicto todo
el que llegaba de afuera era desaparecido para que no dijera nada. Cerré los
ojos, pero cualquier ruido me inquietaba. Me ponía nerviosa no tener puerta en
el cuarto. Traté de dormir, pero fue inútil. No le dije nada a Mario, no quería
asustarlo. Sentí un miedo diferente al que había tenido en la mañana, diferente
a cualquier temor que hubiera sentido en mi vida. Era un miedo que me carcomía;
pensaba en no estar viva al otro día, pensaba en los horrores que se han
cometido en el país, pensaba en las violaciones, en la historia de Nergina, en
los militares morbosos que coqueteaban con las muchachas del pueblo. Era un
miedo que no me inmovilizaba, sino que me mantenía alerta, una angustia
permanente que me tenía tensionado todo el cuerpo.
Pensé
toda la noche en “El oso” y su superior, “Cadena”; en las fosas comunes que
encontró la Fiscalía entre la playa de Berrugas y el Rincón, a pocos minutos de
donde me estaba quedando. Pensé en los hermanos Benito-Revollo Balseiro que se
repartieron la alcaldía de San Onofre como si fuera una pelota de caucho y se
aliaron con los paramilitares para favorecerse económicamente. Pensé en la
actual alcaldesa, Maida del Carmen Balseiro, prima de Muriel Benito-Revollo Balseiro,
ex alcaldesa de San Onofre, condenada a cuatro años de prisión por parapolítica,
específicamente por los acuerdos que celebró en 2006 con el ex comandante de
las AUC, Diego “Vecino” y el ex senador Álvaro García, “El gordo”, en la casa
de su madre, Estefanía Balseiro. Maida del Carmen, también prima y ex tesorera
del gobierno de Édgar Benito-Revollo Balseiro, cuyos dos hermanos, Óscar
Laureano y Armando están extraditados en Estados Unidos por narcotráfico, y su tío,
Sabas Balseiro, firmó en el acuerdo de Ralito y fue condenado por parapolítica.
Pensé en la descomposición del país y de sus dirigentes. Me atemorizaba sentir
esa zozobra que han sentido por tantos años los liberteños y me sentí
abandonada en el mundo, perdida y sola, tal y como deben haberse sentido tantas
poblaciones de Colombia. Cantó un gallo y me consoló saber que pronto
amanecería. Al fin me dormí.
La voz
de Ralán me despertó. Salí al baño para bañarme y encontré tres arañas
inmensas. Le dije a Mario que entrara él primero. Luego me bañé como pude con
la totuma mientras controlaba con la mirada el movimiento de los animales de
ocho patas. Salimos con Nergina que vino a buscarnos porque Ralán estaba
ocupado. Fuimos a la casa de Isabel a desayunar. Un plato de las mismas
dimensiones que el de la cena nos esperaba en la mesa: patacones, buñuelos de
maíz dulce y un vaso de chicha de arroz. Comí hasta donde pude y el resto se lo
di a Dana y a Yélani. Los niños estaban felices porque en la tarde nos íbamos
con ellos a la playa de Sabaneta. Luis Miguel llegó cuando terminábamos el
desayuno y se sentó a hablar con nosotros.
Mientras las niñas me intentaban peinar
de la misma forma que se peinaban ellas, le pregunté a Luis Miguel por esas
tradiciones que se perdieron con el conflicto. Me contó sobre los juegos de
velorio como La Marucha, una ronda cantada donde todos jugaban tomados de la
mano mientras cantaban refranes jocosos; me habló de la música de tambores, de
la costumbre de ir a los estanques a recoger el agua, de las prácticas de
medicina tradicional e incluso de la agricultura. Pero para él, el daño más
grande que ocasionó la presencia paramilitar en Libertad fue el deterioro del
tejido social y la pérdida de la música tradicional.
–En realidad la gente se llenó de desconfianza,
la unión se rompió; ya la desconfianza se apoderó de todo, el egoísmo. La
música fue una de las más deterioradas u olvidadas por el conflicto en este
tema de tradiciones porque digamos que el bullerengue, que es lo que nos
representa a nosotros, y el sonido de tambores, pues era algo que era por
generaciones. El abuelo de Fulano era el que venía enseñando al nieto y así.
Entonces pues, digamos que cuando ya llega el conflicto la tranquilidad de los
señores mayores se cambió por temor, por miedo. Entonces pues ya se perdió el
hábito de enseñar la tradición de la música, entonces ahí hay como una
partidura de la etapa. Gracias a Dios por acá con Chave hemos aprendido mucho
de la tradición, pero la música fue muy golpeada, fue silenciada. Los temas de
bullerengue en el territorio fueron apartados. El miedo se apoderó de todo y la
tradición se vio afectada.
Ralán me miró la cabeza. Al parecer mi
peinado estaba terminado. Se levantó de la silla y nos dijo que fuéramos a
recorrer el pueblo. Salimos tras él y paramos en varias casas. En la primera,
saludó a una mujer rubia, tan blanca como yo, con cara de extranjera pero con
acento costeño. Nos la presentó como Alannis y cuando seguimos caminando nos
contó que se trataba de una mujer estadounidense que llevaba viviendo en el
pueblo dos años porque fue enviada por la organización internacional menonita
para evangelizar y contribuir con proyectos sociales.
Continuamos el trayecto mientras el sol
de media mañana nos aplastaba las cabezas. La tierra del suelo brillaba de tal
forma que enceguecía y perturbaba. Paramos en una casa con rejas y jardinera
delantera.
–Mucho gusto. Manolo –nos saludó un
hombre moreno y robusto.
Le extendimos la mano y nos hizo pasar
a la terraza. Ralán le dijo que nos contara un poco sobre los proyectos
sociales que tienen en mente para la comunidad. Nos habló de varios centros
educativos y de salud para la infancia que les ha prometido el Gobierno a
través de diferentes instituciones como la Unidad de Víctimas o el ICBF, pero
que no se han materializado, nos dijo que por más que presionaban todo se
quedaba en palabras. Recordé que en la alcaldía de Nelson Pineda, uno de los
sucesores de los Benito-Revollo, en 2012, el ICBF había asignado un presupuesto
de $1.600’000.000 para las víctimas menores de edad en Libertad y lo único que
faltaba para consolidar el centro de atención era el terreno. Pineda nunca
aportó el lote y la plata desapareció. Le preguntamos a Manolo sobre la
restitución de tierras en la región y nos dijo que todos los que habían ido a
reclamarlas habían sido asesinados.
–Casi todos los que salen al frente los
amenazan, los matan. Acá hay mucha gente que no quiere volver. Aquí hay otros
proyectos de hacer una cancha múltiple, la planta procesadora de pesca en
Sabanetica, un centro intergeneracional, pero eso está en el tapete todavía.
Ahora estamos organizando con todos los líderes comunitarios una marcha
pacífica hasta Sincelejo para reclamar lo que nos han prometido.
Salimos de la casa de Manolo y
caminamos un tramo largo antes de volver a parar. A mi lado caminaban Dana y
Tainy y a ratos me pedían que les dejara cargar mi mochila. Nos encontramos con
Viola Banquez, la líder de una organización de mujeres liberteñas.
–Este año somos 20 mujeres y vamos a
legalizar la organización para poder gestionar y traer cosas a la comunidad,
porque así solo podemos trabajar desde acá con lo que tenemos. Con el consejo
comunitario ya hemos logrado varias cosas como el programa De cero a siempre de Bienestar Familiar, ya ellos tienen cuatro
años acá. Esos programas han generado empleo en la comunidad. Yo soy maestra y
acá no todos los niños son juiciosos, pero cuando yo veo el proyecto de Afro
Música me quedo aterrada porque los menos aplicados en el colegio son los
mejores bailando y tocando. Entonces yo digo que eso es una gran herramienta
para ayudarle a los chicos a encontrar lo que les gusta y a fomentarles también
la disciplina en el estudio –Dice Viola mientras mira a Ralán como recalcando
la gran responsabilidad que tiene.
–Acá en este pueblo todos somos
víctimas, pero si hay algo que nos dejó el conflicto es el fortalecimiento y la
unión de nosotros. Es muy feo decir que no hay mal que por bien no venga,
porque lo que pasó acá fue terrible, pero después de la violencia este pueblo
se ha unido tanto en todo que hemos conseguido cosas que no pensábamos.
Nos despedimos y le agradecimos su
tiempo. El sol ya casi llegaba a su posición vertical. El calor nos mojaba la
espalda. Por las calles de Libertad no hay casi sombra y el cielo es azul
inmaculado. Le dije a las niñas que apostáramos a la que primero encontrara una
nube, pero no había ninguna. Subimos una colina de tierra y llegamos a la cima.
Desde allí se veía todo el pueblo, las montañas y las vías hacia los otros
corregimientos. Ralán nos dijo que ahí, justo donde estábamos parados era el
lugar donde los paramilitares tenían su casa y desde donde operaban.
–Aquí vivía el jefe, aquí tenía su
gente. Entonces él decía: vamos a hacer una parranda hoy, ve a donde Fulano y
dile que me mande una vaca. Y entraban a tu casa a coger cinco gallinas, un
chivo, lo que fuera. Y uno callado porque ellos entraban con sus pistolas. Acá
ellos se burlaban mucho de la gente, los maltrataban que si eran gay, que si
les iba mal en el colegio, que si eras feo, que mejor dicho. –Contó Luis
Miguel mientras nos señalaba con el dedo el pueblo– Mire, allá se ve la cruz de
la iglesia, allá a ese lado queda la salida a Pajonal y por este otro a la
playa. Tenían todo controlado.
Bajamos de la montaña y volvimos a la
casa de Isabel. Para nuestra sorpresa, ya el almuerzo lo tenían servido.
Comimos y nos prepararon las dos motos para salir hacia la playa. Yo me subí a
la moto de Vellanor y Mario, a la de Manuel. Los demás se iban caminando. La
tambora la llevó Mario en sus piernas para ayudarles con la carga.
Las playas de Sabaneta y Sabanetica
eran la terminación de un pueblo de pescadores. Varias casitas se agolpaban
sobre la arena y delante de ellas unas 20 canoas reposaban esperando la faena.
La brisa corría finalmente y el calor ya no era un problema. Corrimos hacia el
agua, nos mojamos los pies en ella, dibujamos sobre la arena y esperamos a que
los demás llegaran. Desde lejos, los golpes de tambor nos anunciaron que ya
estaban allí. Salimos a recibirlos y formamos un círculo entre todos. Las niñas
corrieron a un rancho vecino para ponerse sus polleras. Comenzó la música y,
con ella, la danza. Los pobladores de Sabanetica se acercaron a observar, a
hacer palmas y a bailar. Mientras la brisa corría entre las faldas de las
bullerengueras, el sol se ponía sobre el horizonte. Todos cantaban en coro.
En los Montes de María
Algo se está comentando
Ahora dicen que en Colombia
La paz se vistió de blanco
En los Montes de María
La paz se vistió de blanco
En Libertad, la tierra mía
La paz se vistió de blanco
Afro Música de Libertad en las playas de Sabanetica. Fotografía: Irene Littfack |
Cuando
el sol comenzó a bajar rápidamente y a mezclarse con el mar, los niños se
pusieron sus vestidos de baño y salieron corriendo al agua. Saltaron, se
bañaron, jugaron, corrieron y cuando estuvo oscuro regresamos a Libertad. Le
pregunté a Ralán si él creía que la música ayudaba a superar el conflicto.
–Mira, la
música hace que tu corazón piense en cosas diferentes como el perdón, como la
reconciliación. La música ha permitido que se conozca la historia, que se
conozca la verdad, que los artistas del campo, de las mismas veredas del pueblo
colombiano se encarguen a través de la música de contar las historias, que el
país la conozca para que no se repita. La música nos conecta y sirve para sanar
el alma.
Antes
de irnos a la casa de Ralán, pasamos por la cena a donde Isabel. Me dieron
ganas de orinar y pregunté por el baño. En la casa de Chavela no había baño. Me
dijo que fuera atrás del corral y orinara por ahí. Le hice caso y caminé
alumbrando el camino con mi celular. Pasé por debajo de la ropa que colgaba y
llegué al sitio que me había indicado. Un niño de cuatro años estaba acurrucado
haciendo popó. Lo vi y seguí de largo. Antes de agacharme, una rana blanca
saltó cerca de mí y casi se me quitan las ganas de orinar. De pronto, vi que el
niño que estaba adelante mío se levantó y se subió la pantaloneta sin limpiarse
la cola. Pensé en cuántos niños de la casa había cargado sobre mis piernas y
había tomado de las manos. Tragué saliva. Cuando ya caminaba de vuelta, uno de
los perritos de la casa llegó al baño comunal y olfateó la mierda del niño. Luego
se la comió.
Esa
noche sí pude dormir. Me levanté temprano el domingo y con mucho calor. Fui al
baño y no había más agua en el platón. Me acordé del tanque fuera de la casa.
Fui allí con el recipiente en las manos, lista para llenarlo, y me encontré con
una sopa de bichos, hojas, ramas, tierra y muchas larvas. De nuevo controlé una
arcada. Le dije a Mario que no me iba a bañar, que necesitaba las bolsas de
agua que nos hubieran sobrado. Me bañé la cara con una, los dientes con otra y
me recogí el pelo en una moña alta. Salimos con maletas de donde Ralán.
Desayunamos huevos pericos de las gallinas de Isabel. Antes de despedirnos de
Libertad y de todos los que nos recibieron le pregunté a Ralán qué era la paz
para él.
–¿Qué es la paz? Esa yo creo que es una
de mis preguntas favoritas. –dijo parafraseando mi pregunta mientras sonreía y
tomaba a sorbos agua de maíz– Para mí la paz no es más que un entorno donde
todos somos bienvenidos, donde todos buscamos el bien común, donde somos
felices, donde la tristeza no es ocasionada por armas. Yo digo que la paz es
amor, la paz es un entorno y es un entorno para vivirlo.
–Y ¿Qué es la música? –le pregunté.
–Para mí la música lo es todo. La
música me llena, me hace libre. Es una forma de representarnos, de identificarnos,
una forma de pedir perdón y es una forma de decirle sí a la paz.
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