Cada madrugada un manojo
de nubes se asienta sobre la sabana. El lento recorrido de la neblina por los
pastizales y su textura aterciopelada hacen que la vista la confunda con un
rebaño de ovejas. Mientras el sol aparece detrás de los montes, el rebaño se va
disipando y aparece nítido, sobre la planicie, el pueblo que llamaron Ovejas.
Mami Marina se
levanta temprano. Se prepara un café negro, calienta un bollo de maíz y saca de
la nevera un pote con suero. A paso lento y aún en ropa de dormir, sale de la
casa hacia el ranchito de paja que tiene al margen de la carretera. Se sienta
en una silla y contempla el panorama: buses y carros que vienen de Cartagena o
que van para Sincelejo. La casa del lado funciona como taller y en el frente
hay un letrero que reza “Pistola aprecion las 24 horas”. Transcurre el día allí
sentada, es el lugar más fresco de su casa. Afuera, el sol aplasta las cabezas y
hierve el asfalto de las callecitas. Los palos de mango rodean el rancho y en
vez del susurro del viento se escucha el ronroneo de los motores que pasan
fugaces frente a la casa.
–Mija, acá la que
menos pare tiene cuatro hijos. ¿Cuándo vas a empezar tú? No te demores, es
mejor salir preñá de una vez y después sí cuidarse porque de tanta pastilla se queda
uno estéril. –Dice Mami Marina mientras se mete a la boca una cucharada de
suero con cebolla
–Lo único que tienes
que darle a un hijo es comida y educación, no es más. Mira que antes no había
tanta facilidad para pagar un colegio o una universidad, ahora el que no tiene
hijos es porque no quiere, no porque no puede. Apúrate, apúrate ¿o es que tu
marido no hace hijos? –pregunta a una veinteañera que todavía no es madre.
–Yo tuve cuatro hijos
y uno que me regalaron de seis meses porque la mamá no podía tenerlo. Y yo
dije, bueno, si he criado tantos perros por qué no voy a poder criar un hijo.
–Ríe y bebe el último sorbo de su café.
Mami Marina, como le
dicen sus hijos y nietos, es una mujer robusta de unos 80 años. Pelo corto,
anaranjado, ninguna cana a la vista, teñido perfectamente. Su piel blanca y
tostada por el sol está cubierta de pequeñas manchas marrón repartidas por sus
brazos. No hay una frase que diga sin maldecir o sin reírse desbordadamente.
Marina es una mujer feliz.
Dos sucesos fueron
el preámbulo de lo que marcaría continuamente su existencia. A la muerte se
enfrentó por primera vez cuando uno de sus mellizos murió después del parto. En
frente de su hijo adoptivo y de Juliana, la nieta, Marina cuenta que ella misma
enterró al bebé en el jardín trasero, donde hoy crecen ciruelos, limones y
naranjos.
–Era tan chiquito
que yo qué me iba a poner a comprarle un cajón. Pues nada, al niño lo puse en
una cajita de madera donde antes venían empacadas las gaseosas Postobón. Bueno,
ahí cupo y lo enterramos en el huerto. –Su nieta de siete años la mira
asombrada.
–¿Verdad, mami
marina? ¿En cuál huerto?
–Verdad. En el que
está al lado de tu cuarto. –Dice la abuela y se ríe a carcajadas al ver
palidecer a Juliana.
El segundo suceso
tiene que ver con la vida. Además de criar perros, gatos e hijos, Marina fue,
en gran parte, la madre de otro niño. Una mañana, sentada en su rancho, oyó
gritar a la vecina. Entró a la casa y vio un charco de agua delante de ella. La
mujer estaba empezando trabajo de parto. En vista de la prisa, Marina la sentó
en un sofá, le quitó los pantalones y confirmó lo que estaba por venir: dilatación
de ocho centímetros y una cabeza que se asomaba. Sin más conocimiento que el
sentido común, haló el cuerpo naciente mientras la vecina pujaba, cortó el
cordón con un cuchillo y se inauguró como partera.
La sencillez con la
que Marina ve la vida es la misma con la que ve la muerte, tal vez porque su
vida, y la de todos los ovejeros, ha estado marcada por un sinfín de partos y
una sucesión de entierros.
Desde 1970, Ovejas y
otros 14 municipios que adornan los Montes de María se convirtieron en
trincheras del ELN y los bloques 35 y 37 de las FARC. Dos décadas más tarde, la
violencia se intensificó con un tercer protagonista armado: el bloque
paramilitar Héroes de Montes de María. La población civil quedó atrapada en una
disputa armada en donde se juega el poder de las tierras fecundas que labran
los campesinos y la ubicación estratégica de unos montes macizos que conectan la
sabana con el mar.
Mientras se acomoda
en su silla plástica, Marina habla de los tiroteos que hubo a lado y lado de su
casa. Señala la reja que está a unos 200 metros enfrente de su índice y
recuerda que allí les dispararon a dos personas por colaborar, supuestamente, con
la guerrilla. Voltea su cabeza y dirige su mirada a la casa del lado izquierdo que
colinda pared con pared con su propia habitación.
–Ahí tumbaron esa
puerta, entraron y mataron a una muchacha. –dice con naturalidad, como si
recitara la historia por enésima vez– Con nosotros nunca se metieron, gracias a
Dios, pero es que cuando a uno le toca, le toca. No hay escapatoria. Aquí
bajaban por esa loma –señala el huerto en el patio trasero de su casa– y
llegaba la guerrilla o los paramilitares a pedir agua a las casas. Si usted se
niega lo matan, y si les brinda lo que piden llegan los otros y también lo
matan por colaborador.
Una decena de perros
y gatos llega al rancho a buscar sombra y alimento. El calor abraza los cuerpos
a medida que el sol asciende a buscar su posición vertical. Un gato raquítico
mira con hambre la mesa de Marina mientras que dos perras embarazadas se echan
sobre el piso de cemento. Unos perros están en paz absoluta, algunos están
heridos, otros flacos y otros baten la cola con emoción. Animales y pobladores
reflejan la historia de su pueblo.
–A mí hubo un día que
llegaron a pedirme hielo y yo les pasé su bolsa y les dije que se fueran
rapidito. A la gente la tenían obligada acá a hacer lo que ellos mandaban. Por
eso hubo esa masacre en Chengue, eso fue horrible. Mira que trajeron hasta acá
una volqueta repleta de muertos. Pero llenito. Ahí donde ahorita está la concha
acústica los dejaron como si eso fuera un viaje de arena. Yo me fui a ver eso,
me subí al otro lado de la concha y vi la pila de muertos. Entonces comenzaron
a llegar las abuelas con los nietos a ver eso, a llorar esos niños. Ahí me vio
la personera y me dijo: señora Marina, acompáñeme pa llevar estos niños y a sus
abuelos al ancianato pa que descansen un rato. Al otro día comenzaron a traer
esos cuerpos pal cementerio. Eso fue horrible, vino el alcalde, el gobernador,
el sacerdote. El alcalde no podía hablar y el sacerdote no pudo hacer ni la
misa porque eso es horrible, ¿tu sabes lo que es ver 27 cajones así uno detrás
de otro? Eso es teso. Eso es pa’ machos, eso no es pa’ todo el mundo que vea eso.
Han pasado 16 años
desde la masacre en el corregimiento de Ovejas. La madrugada del 17 de enero de
2001 el bloque paramilitar al mando de alias ‘Cadena’ allanó el caserío y
llamó, lista en mano, a 27 hombres. Joche Álvarez cuenta que los hombres armados
calmaron a las familias diciéndoles que si no estaban en la lista no tenían
nada que temer y que nadie iba a resultar herido. Uno a uno fueron sacando a
los hombres hacia un pastizal. Allí, para no despertar la atención de nadie,
pusieron sus cabezas sobre una piedra y con machetes degollaron silenciosamente
a los campesinos que supuestamente colaboraban con el bloque 37 de las FARC.
El día en que
llegaron los cuerpos al cementerio, donde Marina fue testigo de la mudez del gobernador
de Sucre, Salvador Arana, la hipocresía y la corrupción se sumaron a la
inhumanidad de los hechos y al profundo dolor de un pueblo sangrante. El
funcionario, pálido ante el crimen de lesa humanidad, consternado frente a la
masacre, fue procesado por la Fiscalía unos meses después por sus nexos
paramilitares. Arana fue condenado por haber ordenado el asesinato de otro
alcalde al comandante paramilitar Rodrigo Mercado Peluffo, conocido como
‘Cadena’, el mismo responsable de la masacre de Chengue. La orden que dio el
comandante para asesinar a los chengueros fue ejecutada por alias ‘Juancho
Dique’ quien resultó siendo un experto en masacres, condenado en 2009 por los
hechos de El Salado, Mampuján, Curva del Diablo y Retiro Nueva.
Todos los habitantes
de Ovejas, los perros, los gatos, los caballos, los campos, las cosechas y los
montes han sido heridos por el conflicto. En un entorno de violencia y muerte
pocos son los que se quedan a escampar la tormenta de balas y a resistir el
despojo de sus tierras. La economía se trunca, las tradiciones se esfuman con
las generaciones que desaparecen, las ganas de vivir se aplacan con cada nuevo
muerto y las ilusiones colapsan. Mientras mami Marina vio la esperanza en ser
dadora de vida, Joche Álvarez se aferró a una tradición que alegra el espíritu
en medio de todo lo malo y que resiste a la situación rompiendo el silencio de
la soledad: la música de gaita.
Desde donde vive Mami
Marina, la casa de Joche está a cinco minutos en mototaxi. Del parque principal,
donde termina el recorrido en moto, se caminan tres cuadras en subida y se
llega al hogar de uno de los hombres más emblemáticos de Ovejas.
A la casa del
maestro Joche se puede entrar con la mirada. Desde la puerta del antejardín la
vista hace un recorrido hasta el patio trasero y se estrella con una pila de
gaitas, tamboras, alegres y llamadores. Teresa Álvarez sale a la puerta y se
presenta como la hija del maestro. Saluda de beso y abrazo, no pregunta el
motivo de la visita, ni los nombres, ni el apellido; no escruta con la mirada,
no existe la desconfianza. Sonríe, agradece la visita y prepara café negro para
completar las atenciones. Al día le quedan dos horas, pero el calor permanece
implacable. El misterio está resuelto: el viento que no sopla en Ovejas está haciendo
sonar las gaitas del maestro Joche.
Un hombre de 83 años
sale de su habitación en pantaloneta y esqueleto blanco que acentúa su delgadez.
Se acomoda en el rancho de paja del patio trasero. Su piel es lisa, sin
arrugas, y los músculos de los brazos todavía se le insinúan. Tiene los ojos
claros, el pelo y el bigote blanco. Alrededor de él todo suena: maracones, gaitas
largas y cortas, tambores y baquetas. Un cuerpo metálico coronado por un
sombrero vueltiao se yergue en el taller y le rinde homenaje al cultor de la
gaita. Es el busto de Joche que le hicieron como tributo.
Desde su juventud,
José Álvarez aprendió a entender el mundo a través de dos instrumentos: el
lente de su cámara fotográfica y las gaitas de su pueblo. Cuando la fotografía
se estaba desarrollando en Colombia, el maestro decidió formarse en ese oficio
y trabajar por la región retratando las fiestas, los eventos y los paisajes
ovejeros.
–Ajá, yo empecé con
eso acá. Me conseguí un rollo de 36 vistas. Y yo aquí tenía laboratorio, tenía
cuarto oscuro, por ahí tengo la ampliadora, tengo la copiadora y todo. Es que
yo fui a Medellín. Yo aprendí allá a revelar y a preparar químico y todo.
–Asiente con la cabeza y sonríe.
La música ocupaba el
resto de su tiempo. Mientras no lo contrataban para capturar imágenes de algún
evento, Joche se dedicaba a soplar sus instrumentos o a repicar el cuero de los
tambores. Armó su taller y se formó también como artesano de sonidos.
Teresa trae al
rancho un ventilador para calmar el sofoco del atardecer. Los pájaros
revolotean por última vez entre los palos de mango antes de irse a buscar su
nido. Mientras el abanico refresca las nucas sudorosas de los visitantes, el
maestro habla de su juventud.
De su infancia
recuerda los momentos más felices; las ruedas de gaita. Esa reunión donde todos
en el pueblo se reunían en torno al baile y la música y avanzaban en círculo a
paso de cumbia, moviendo las caderas o aplaudiendo al ritmo de los tambores. Un
momento en el que todos los participantes se volvían uno solo, se olvidaban de
sus problemas, de sus posibles diferencias, de sus malentendidos y se dedicaban
a cantar las melodías de sus ancestros indígenas y negros.
A raíz de esa
nostalgia, Joche Álvarez tuvo una idea: hacer una fiesta grande que congregara
a toda la región gaitera; Bolívar y Sucre reunidos en una sola rueda de gaita,
en un festival sonoro de los Montes de María. Junto a otros siete amigos,
músicos y amantes de su propia cultura, el maestro Joche celebró, en 1985, la
primera versión del Festival de Gaitas “Francisco Llirene”, un nombre que
escogieron como tributo al tamborero que animó con su alegre los bailes cantaos
y las ruedas de gaita.
No todos los
momentos por esa época fueron tan felices. No todos los días la casa del
maestro Joche permaneció abierta de par en par.
–Cuando nosotros en
el 85 fundamos el Festival, el conflicto empezaba. Que hay un grupo de
guerrillos por ahí, que no sé qué, y uno oye los comentarios. Pero uno a eso no
le paró bolas. Después comenzaron. Primero empezaron a matar gente, vecinos.
–Hace una pausa larga y mira fijamente a los ojos– Ya por el año 89 a mí me
mataron un hijo que era fotógrafo y estaba atendiendo un matrimonio. Me lo
sacaron del matrimonio porque no querían fotógrafos, y ese sin hacer nada.
El sol comienza a
ocultarse y la luz del rancho se hace cada minuto más tenue. Joche termina el
café dulce que sirvió Teresa. Mira a sus invitados y pregunta si ya terminaron.
–Que no les pase lo que a mí, que un día en una visita me sirvieron el café y
cuando terminé guardé el pocillo en mi mochila y me fui con él de puro
distraído –ríe y recoge las tazas vacías, como quien quiere romper la tensión
de la historia que acaba de contar.
Después del hijo del
maestro Joche, cinco fotógrafos más fueron asesinados en Corozal, Toluviejo,
Colosó y Magangué. Joche Álvarez se acomoda en el asiento y continúa su
historia
–Uno acostumbraba
trabajar en las veredas, en los grados, primeras comuniones, bautismos,
matrimonios, todas las fiestas religiosas y de los planteles educativos. Yo era
uno de los que se metía por todo eso y yo no dejé de meterme, no me dio miedo,
porque yo soy muy conocido.
Desde que se
inauguró el Festival, el nombre del maestro empezó a sonar tan fuerte como las
gaitas en toda la región sabanera. Abrió una escuela de música en su propia
casa, allí, en el mismo rancho donde se apilan los instrumentos y la brisa que
rara vez sopla hace sonar el techo de paja. Desde 1990, niños y jóvenes de la
región le aprendieron a Joche sus conocimientos; luego, músicos del interior
del país y extranjeros interesados en la cultura llegaron a la casa del maestro
a aprender a tocar esa flauta de cinco huecos que fabricaban los indígenas y
que los españoles, a su llegada, confundieron con el sonido de las gaitas
escocesas. Los tambores que fabrica Joche están alrededor del mundo. Si su
cámara fotográfica le permitió caminar por todo su departamento, la gaita lo
llevó a diferentes latitudes del globo terráqueo.
–Yo he caminado
mucho. Si cuando yo me muera me toca recorrer mis pasos, me voy a cansar mucho.
–Dice el maestro riendo antes de resumir su vida en palabras– La gaita me ha
llevado lejos, yo he estado en México, en Panamá, en Miami, en Brasil, en
Dinamarca, en Sevilla y en toda Colombia. Esta escuela es mundial.
Tanto el Festival
como la escuela se convirtieron rápidamente en hitos de la cultura en Ovejas y
en Colombia entera. Las ruedas de gaita de la gran fiesta fueron un símbolo de
resistencia al conflicto. Patricia Alba, estudiosa de la región, dice que en
ellas hasta los guerrilleros vestidos de civil se juntaban con el pueblo para
bailar. Era una especie de tregua amistosa en la que la música unía y dictaba
sus reglas, en donde la guerra esperaba su turno y mostraba su rostro más
humano.
–El medio musical no
se afectó porque los gaiteros venían, el festival se mantuvo tal cual. Yo tenía
el temor era de un enfrentamiento si el ejército venía, pero por la guerrilla
no. Ellos me ofrecían una botella de ron y yo no les decía que no para que no
se fueran a molestar. –Dice Joche dejando entrever una sonrisa que recuerda el
hombre valiente que es.
La situación de conflicto
jamás detuvo el Festival. Después de 36 años se ha mantenido vigente y atrae a
personas de todas partes. Los ovejeros disfrutan de sus tradiciones cada
octubre y festejan unidos la música de su pueblo. Sin embargo, de enero a
septiembre, la gaita se calla en casi todo el pueblo. Pocos son, como el maestro
Joche, los que siguen transmitiendo los aprendizajes a las nuevas generaciones.
Los grupos armados asesinaron a unos, desplazaron a otros y rompieron el lazo
cultural que unía a los ancianos con los más jóvenes al separarlos por años y
marcarles la vida con un dolor irreparable. Las poesías cantadas que componían
los serenateros en el pueblo fueron poco a poco desplazadas por las rocolas que
reproducen letras baratas. Los jóvenes que componen viven en diferentes
ciudades y solo viajan a Ovejas para concursar en el Festival.
El nuevo milenio
llegó a Ovejas con los peores momentos de violencia. Aunque el Festival se
realizó, los visitantes no entraron por los retenes que había en las vías. La
situación para los campesinos y los habitantes del municipio tuvo sus peores
momentos. De un lado, los paramilitares asesinaban y extorsionaban gente, del
otro, la guerrilla se apoderaba de las tierras.
–Por el 2001 sí dejé
de ir a tomar fotos a las veredas porque había unos milicianos de aquí mismo de
la región y me dijeron que para que yo pudiera andar libre por ahí tenía que
colaborarles a ellos con 12 millones de pesos. –Dice Joche recordando la década–
Ni Fotos Durán, en Sincelejo, tiene toda esa plata. Deja que me gane la
lotería, yo la voy a jugar pensando en ti –le respondió Joche a su
extorsionista.
Joche se ríe un rato
recordando la situación. Sus dientes están perfectos, su memoria es el eco de
un cúmulo de historias. Dice que en la vida no hay que tener miedo, sino que
hay que enfrentarse a todo hablando con inteligencia. No solo lo dice, sino que
lo comprueba a través de su experiencia. Después de un año largo de extorsiones
a las que no cedió y de censura a su oficio fotográfico, el maestro comenzó a
recibir panfletos en la puerta de su casa; sentencias de muerte; amenazas de
atentados a su casa y su familia. Esta vez sí tuvo miedo. Se adelgazó. Las puertas
de la casa se cerraron durante el día. El insomnio se hizo parte de sus días y
el azúcar en su cuerpo estaba más alto que el del café que sirvió Teresa.
–Yo acá guindaba una
hamaca y me ponía a pensar, ¿será que me voy? Ya yo no me atrevía ni a salir al
pueblo, y a las autoridades no les decía nada. Después me dice mi primo: bueno,
ven acá, vamos a hacer una cosa. La guerrilla pasa por mi finca. Yo te pongo a
hablar con un comandante que es el mandamás a nivel de región. ¿Tu sí eres
capaz de hablar con ese hombre? Yo hablo ahorita mismo con el diablo –dice
Joche elevando la voz y manoteando, como recreando el mismo momento en el que
le respondió a su primo.
Salieron a las 6 de
la mañana. Joche alquiló su caballo en Ovejas, y en el corregimiento de Don
Gabriel desayunó con su primo. Cabalgaron monte adentro durante medio día. Pasaron
los arroyos de Mancomoján y Pechilín, escalaron montes, aplastaron pastizales
con las herraduras de sus caballos y, después de siete retenes de la guerrilla,
llegaron a la vereda El Tesoro.
–Llegamos.
Saludamos. ¡Buenos días, buenos días! –remeda Joche recordando la escena–. Una
mujer morena me llevó a donde el comandante.
–¿Qué le pasa? –me
preguntó el comandante.
–Compa, yo me estoy
muriendo, yo era un hombre gordo, mire cómo estoy. El azúcar me está matando de
tanto pasar susto con su gente.
–Ajá, ¿y quién lo
está atacando?
–Vea, los que tienen
ustedes por ahí de milicianos me están molestando. Bueno, mejor dicho, yo ya no
le voy a expresar más con palabras, véalo usted mismo –le dije y le entregué
los panfletos.
–Bueno, viejito –y
me abrazó–, así hacen los hombres inteligentes, está bien que usted haya venido
a hablar conmigo porque ya hay muchas quejas de ellos. Ya yo los voy a
sentenciar porque están pidiendo plata a nombre de la guerrilla y la guerrilla
al pobre no le quita, ni a los pequeños comerciantes. Váyase tranquilo y ande por donde quiera que
usted no va a ser molestado por nadie. Pero antes de irse, almuerce.
–Entonces a mi primo
y a mí nos sirvieron almuerzo. Pavo guisado, puro pavo guisado y unos
chicharrones de cerdo. Eso fue en el 2002. Bueno, entonces yo le di las
gracias. –Dice Joche rematando la historia.
El maestro ha
perdido a 5 de sus 18 hijos. Como todos los ovejeros, su familia es numerosa y
ha estado rodeada de vida y de muerte.
–Al peligro no se le
puede mostrar el miedo. El perro valiente menea la cola. Aprendan eso. –Dice el
maestro Joche Álvarez mientras consiente a su perro, Bruno– Tres días después
de la masacre de Chengue, el alcalde me mandó a tomar unas fotografías de las
casas. Y yo fui. Allá fui a donde una amiga mía que se llama Florentina López y
cuando bajé a su casa me encontré con la guerrilla ahí. Yo llegué dando mis
buenos días porque eran como las 9 de la mañana. Buenos días, Floren, vengo a
visitarte, como están los aguacates, le dije. Y esa señora no tenía valor de
contestar porque estaba temblorosa y amarilla. Y yo le dije: Flore ¿qué te está
pasando, qué tienes? Y me señalaba la guerrilla. Y yo muy tranquilito, sin
miedo y sin nada porque yo como he caminado bastante y he estado en partes
malas, yo no siento miedo con nada. Yo me sé defender hablando o tratando con
la persona. Bueno, entonces llega una muchacha y me dice:
–Ajá ¿y usted estaba
por aquí tomando fotos?
–No, yo estaba acá
en Chengue entregando unas fotos y no encontré tampoco a los señores, le dije.
–Usted me conoce,
dice ella.
–Y le digo no.
Entonces se quitó la gorra y le dije: mandinga, si tu andas en esto te voy a
dar una cachetada. –Una muchacha de Chalán. De ahí de Chalán se metieron un
poco a la guerrilla. Ellas se enamoraban de los guerrilleros y se las llevaban.
Me dijo bueno, hombe yo soy la hija de Francisco Díaz. Yo sé, si yo te conozco
¿y hace cuánto estás metida en esto? Le pregunté.
–No, yo tengo 3
años, yo vivo con uno de ellos.
–Le dije: tu le
tiras palito a la muerte, ¿oiste? Dice ¡ajá! pero ya estoy metida en esto, si
me salgo es peor.
Los grupos armados
se fortalecieron en la región. Desangraron a los campos tanto como a sus pobladores.
Las tierras que fueron adquiridas por los paramilitares fueron sembradas con
palmas y árboles madereros que cambiaron el clima, redujeron el agua y la
cantidad de neblina que solía arremolinarse sobre la sabana; la guerrilla y los
paramilitares, en su lucha por el territorio, dejaron a los campesinos sin
tierra, sin dinero, sin fuentes de subsistencia y los forzaron a irse; los
asesinatos amargaron a los pobladores; las costumbres comenzaron a desvanecerse
con la desaparición de las generaciones. Como si no bastara el daño provocado,
las poblaciones cercanas construyeron, desde entonces, un imaginario erróneo de
los ovejeros: los tildaban de guerrilleros o milicianos. En señal de protesta a
las dolencias de todo el pueblo, los músicos escribieron canciones de protesta,
música para resistir y contar la historia verdadera de la población ovejera que
trabaja sus tierras dignamente y que sobrevivió a la perversidad de sus
gobernantes y de los grupos armados.
El maestro Joche
carraspea y canta el fragmento de una canción de Gerson Vanegas titulada ¿Por
qué nos llaman así?
Yo no sé si eso es un pecado
Ser hijo de esta tierra
Pero todo el mundo vive señalando
Al que diga que es de Ovejas
Nos difaman, nos apodan y nos tildan
Como hombres guerrilleros
Y por mucho que rechace esa mentira
Para ellos somos unos violentos
No señor, eso no es así
Y por eso este canto es pa aclarle que la gente de mi
pueblo no se porta así
Que si en esas montañas ya se esconden unos hombres descontentos
se lo juro a usted compadre que no son de aquí
Porque el ovejero es sano de nacimiento
Y si dicen que carga un fusil
Seguro es una gaita con cinco huecos
Joche termina su
canto y sonríe. La composición fue ganadora de la categoría “canción inédita”
en el Festival Francisco Llirene en 2001. Cuando la grabaron, Gerson Vanegas
hizo una introducción hablada; un discurso que compite con el de cualquier
político y que, desde la música y la sencillez de los ovejeros, enfrenta la
realidad sin rodeos y reivindica a todo su pueblo.
“Esta canción no es
una cumbia más, es la protesta silenciosa de los hombres de los Montes de
María, es el grito quedo de todo un pueblo expresado hoy con versos y melodías.
Ovejas, solo Dios y tus hijos saben cuánto eres buena, escucha tu canción.”
Gerson Vanegas
cuenta que a raíz de esta canción se le tildó a él mismo de guerrillero. Además
de ser compositor, era profesor en Ovejas y durante la alcaldía de Álvaro González
Quessep fue secretario de gobierno. En 2007 fue capturado junto al alcalde y
otros seis funcionarios por presuntos vínculos con el bloque 37 de las FARC. De
acuerdo con la investigación, los funcionarios habían suministrado
medicamentos, mercancías y dinero de la administración pública a la guerrilla. El
compositor fue trasladado a la cárcel La Picota durante 16 meses hasta que en
2008 se comprobó su inocencia y fue liberado. A raíz de esa situación compuso
otra canción titulada “El compositor”.
Y es
que me quieren ahora condenar
Porque
me llaman El compositor
Un
alias que se quisieron inventar
Pa´
señalarme de la subversión
Confundiendo
al juez, al fiscal
Que mis
cantos eran de rebelión
Mintieron,
no dijeron la verdad
Que mis
versos son de mi folclor
Además de cantarle a
la violencia, los compositores de la región hablaron sobre la desaparición de
las tradiciones musicales. Jaime Contreras, uno de ellos, aprendió a escribir canciones
escuchando la música de su región. Paseos, cumbias, gaitas, merengues y porros
son parte de su colección. No sabe leer partituras, conoce solo un par de
figuras musicales, pero el talento y la práctica diaria de la guitarra y el
bajo lo llevaron a ser músico de los Corraleros de Majagual y a girar por todo
el mundo tocando las tradiciones de la costa y la sabana.
–Yo compongo al
tiempo la letra y la música, –cuenta Jaime– voy acompañando en la guitarra las
ideas que se me ocurren. Muchas veces hago esto cuando voy caminando –saca un
Smartphone chino y pone a reproducir una pista de audio. Se escucha al maestro
Jaime silbando una melodía–. Todo lo que se me ocurre lo grabo y luego llego y
compongo la letra.
Mientras habla,
Jaime Contreras desenfunda una guitarra. Está empolvada y vieja. Se demora unos
3 minutos en afinarla y se prepara para cantar una de las canciones con las que
fue ganador del Festival de gaitas de su tierra.
Cumbia, cumbia
Me he quedado sin cumbia
Cumbia, cumbia
Se ha extraviado mi cumbia
Busco en la Costa Caribe
Por ser su tierra nativa
No me llama ni me escribe ay
Parece ser que me olvida
Cumbia, cumbia
Los extranjeros que vinieron, cumbia,
Han pisoteado tu reino, cumbia,
Tus cultores se alejaron, cumbia,
Y yo solito te he buscado
Retorna pronto, morena,
Que todavía yo te espero,
Que tengo un ramo de esperma
Pa festejar tu regreso
Cumbia, cumbia
Los extranjeros que vinieron, cumbia,
Han pisoteado tu reino, cumbia,
Tus cultores se alejaron, cumbia,
Y yo solito te he buscado
Cumbia, cumbia
Me he quedado sin cumbia
Cumbia, cumbia
Se ha extraviado mi cumbia
–Esta canción es
precisamente porque se pierden esta y tantas canciones. Porque aquí no tenemos
apoyo para el medio. Fíjate que yo esas canciones casi no las canto, entonces
se me olvidan.
El maestro Jaime
dice que él no le cantó al conflicto directamente, que prefería cantarle a las
cosas bonitas para olvidarse de tanto dolor. Su inspiración son las
experiencias cotidianas, los sucesos que pasan en el pueblo. Todos los
compositores de estas tierras, en medio del abandono de sus gobernantes y del
olvido al que fueron sometidos por el resto de su país, se encargaron de
relatar sus historias y guardarlas en la memoria a través de la música. Hoy,
aunque no todos los ovejeros conserven las prácticas, Joche, Jaime y Mami
Marina están seguros de que el Festival de Gaitas es un símbolo de unión,
resistencia y alegría que combatió desde la música y las ruedas de gaita
pacíficas los vacíos que dejó la guerra.
Afuera de la casa de
Joche, las estrellas alumbran los callejones oscuros. El cielo impecable y
despejado acerca el firmamento a la tierra. Gaita en mano, los visitantes se
alejan del taller del maestro y se llevan un recuerdo de la cuna gaitera. Las
casitas del camino resuenan con vallenatos, champetas y reggaetón. La escuela
de Joche Álvarez es mundial, pero cada día es menos local.
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